domingo, 23 de agosto de 2009

Platón, Aristóteles y Wittgenstein en la noción del aprendizaje

En un post anterior me referí a la educación de la virtudes tal y como es entendida en la ética aristotélica. Decía allí que, considerando la definición que Aristóteles hace sobre las virtudes -como hábitos de elección-, había que pensar en la formación del hombre virtuoso como en una educación que reconfigure a los deseos, a las pasiones, a las tendencias y a los hábitos, para que se dirijan naturalmente hacia aquellas cosas que son propias de la vida moralmente buena -y por lo tanto, de la vida feliz: el fin último de la ética aristotélica. Esto se opone a la noción de que la razón debería actuar en el ser humano como una especie de guardián regulador de las pasiones, obligando a que se dirijan siempre a las decisiones correctas, limitándolas y restringiéndolas si es que se oponen a lo moralmente bueno. Lo que aquí se quiere decir es que la educación aristotélica no pretende restringir, sino que pretende reformar, para que el acto bueno no sea una obligación sino algo natural de la acción cotidiana de los sujetos.

La idea de que el ser humano debe educarse dominando los excesos de sus pasiones es clásica en toda la cultura griega antigua. Ya la noción temprana de hybris se entendía como algo que invitaba al ser humano a trascender sus límites y excederse en la búsqueda de cosas que no le correspondían de acuerdo a su naturaleza. Lo que debía hacer el ser humano ejemplar es dominarse y actuar de acuerdo a la mesura que reclamaban los dioses, siempre exigentes de la conciencia humana de sus limitaciones y de su pequeñez frente a la divinidad. (Esto, por ejemplo, se encuentra también en el relato bíblico del jardín del Edén, en donde Yavé pide a Adán y a Eva que no coman el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, ya que no pertenece a ellos la misión de poseer un conocimiento de tal tipo.[1])

Esta idea del dominio racional de las pasiones está muy presente en Platón, quien insiste muchas veces en que el buen hombre es aquel que no se deja llevar por sus impulsos, obedeciendo más bien al mando de la razón, que lo insta siempre a mantenerse dentro de los límites de lo moderado. En el Protágoras, Platón incluso intenta postular una especie de ciencia de la medida que sirva a los sujetos para que sepan cómo actuar siempre de acuerdo a la medida correcta de lo hechos[2]. Sin embargo, ya para sus últimos diálogos Platón da un giro a muchas de sus antiguas nociones. La idea de que el hombre valioso es aquel que no se deja llevar por sus pasiones sigue presente, pero ya no estoy tan seguro de que se siga postulando enteramente la idea de que para lograr tal objetivo se deba recurrir a un dominio que restrinja las pasiones. Prestemos atención, sino, a este pasaje del libro I de Leyes, en donde se habla sobre la educación:

“Digo y sostengo que el hombre que ha de ser bueno en cualquier cosa debe ejercitarse directamente desde la infancia, jugando y actuando seriamente en cada una de las cosas convenientes al asunto. Por ejemplo, el que va a ser un buen labrador o un buen arquitecto: uno debe jugar construyendo alguna de las viviendas que hacen los niños, el otro, por su parte, debe jugar a labrar. El que los cría debe proveer a cada uno de pequeños instrumentos, copias de los verdaderos -y, en especial, deben aprender todo cuanto sea necesario saber previamente, como, por ejemplo, en el caso del carpintero a medir y calcular y en el del guerrero a montar a caballo, jugando, o a hacer alguna otra cosa semejante-, y debe intentar volver los placeres y deseos de los niños a través de juegos hacia la meta que ellos mismos alcanzarán cuando hayan madurado. En resumen, decimos que la educación es la crianza correcta que conducirá en mayor medida el alma del que juega al amor de aquello en lo que, una vez hecho hombre, él mismo deberá ser perfecto en la especificidad de la cosa.”[3]

Me parece que aquí se muestra una cara diferente de la filosofía platónica, en donde no se pone énfasis en las reglas que debe seguir el hombre virtuoso en alguna actividad, sino en la educación que él debe recibir para que actúe naturalmente y con amor por aquello que realiza. Creo que aquí Platón se acerca a lo que después expresó Aristóteles, coincidiendo con este en que la excelencia (la virtud perfecta) se forma únicamente en la educación que busca moldear a las pasiones, a las disposiciones, al “alma” del sujeto, acostumbrándolo a actuar de forma natural, habituándolo de modo que se dirija hacia lo bueno sin necesidad de refrenar algún impulso interno. Creo que la filosofía del Platón tardío da un giro en este sentido, cobrando conciencia de la complejidad y de la contextualidad del ser humano, reformando ideas expresadas en diálogos más tempranos (creo encontrar ejemplos de la nueva conciencia platónica de la complejidad y la contextualidad del ser humano en diálogos como El Político o El Filebo, de los que espero hablar en entradas posteriores).

Así, mientras que Aristóteles hace énfasis en la formación de la virtud en la práctica concreta, Platón resalta el aspecto lúdico del aprendizaje, identificando en el juego a los elementos necesarios para que el ser humano se vaya adecuando naturalmente no sólo a la forma correcta de realizar una actividad, sino también -y sobretodo- a la formación de un amor natural por tal actividad. Y me siento tentado ahora a relacionar esto con una noción más contemporánea del aprendizaje: la wittgensteniana, que apunta al juego como un modo natural de formar en el ser humano rutinas de acción, generándose a sí mismo la conciencia implícita de modos de moverse en el mundo, en el lenguaje, en los diferentes contextos. Así pues, Wittgenstein recurre una y otra vez al ejemplo del juego del ajedrez para graficar cómo los seres humanos aprenden a desenvolverse en la gramática del lenguaje que van aprendiendo -no refiriendo aquí con ‘gramática’ simplemente a las reglas de coherencia del lenguaje, sino más bien a todos aquellos hábitos que se aprenden conjuntamente a la expresión de alguna palabra o alguna expresión; hábitos como la gestualidad, las circunstancias adecuadas en las que se dice una expresión, los demás significados y sentidos que están presupuestos en la comprensión de una palabra, etc. Entonces, no es raro que Wittgenstein haya decidido llamar ‘juegos de lenguaje’ a los diferentes modos en los que los sujetos usan las palabras. Cuando Wittgenstein se refiere a los ‘juegos de lenguaje’ está haciendo énfasis en que el lenguaje no es aprendido a partir de reglas, sino a partir de una configuración y reconfiguración de modos de actuar y de desenvolverse en diferentes contextos, en donde la reestructuración de los hábitos de un lenguaje puede darse en cualquier momento, de acuerdo a cómo se mueve y cómo cambia el sentido en que son expresadas las palabras en diferentes contextos.

Ahora bien, la diferencia esencial entre Platón-Aristóteles y Wittgenstein es que los primeros postulan sus nociones de aprendizaje a modo de una convicción de que tal es el mejor consejo a seguir para que la educación sea correcta. Wittgenstein, más bien, postula su noción del aprendizaje como una descripción del modo factual en que se da el aprendizaje. Para Wittgenstein tal no es el mejor modo de aprender, para él tal es el mejor modo de entender cómo se aprende. Esto, por supuesto, no significa que los puntos de vista de los primeros no se puedan aprovechar para el punto de vista más contemporáneo. No hay ni contradicción ni evolución en ningún sentido, a mi juicio. Me parece que ambas nociones -la de la recomendación de la educación como un ejercitamiento de hábitos, y la de la descripción de la educación como un ejercitamiento de hábitos- no hacen más que complementarse y generar una comprensión más rica del tema. Y bueno, lo dejo ahí, que esto ya se está haciendo muy largo. Lo que deseaba era sentar un precedente para una posterior reflexión sobre la importancia de una buena comprensión y aplicación de la educación, en donde me basaré en los puntos de vista aquí expuestos, y -probablemente- en algunos otros más que ya iré aclarando.


[1] “Puedes comer todo lo que quieras de los árboles del jardín, pero no comerás del árbol de la Ciencia del bien y del mal. El día que comas de él, ten la seguridad que morirás.” Gén 2, 16 y 17.
[2] Protágoras, 357a
[3] Leyes I, 623 b-d. La traducción es de F.Lisi, y el subrayado es mío.

Watchmen II

El segundo capítulo de Watchmen es uno de mis favoritos, porque en él Moore da una primera mirada hacia los pasados de cada uno de los personajes. Se nos comienza a revelar la carga histórica que tienen no sólo ellos, sino también el mundo en su condición decadente, tal como fue presentado en el capítulo anterior. Todo esto gira alrededor del funeral del Comediante. Cada personaje recuerda algún evento en el que haya vivido alguna experiencia con él, se nos muestra cómo cada uno de ellos se relacionaba con la especial personalidad que él tenía. De arranque tenemos el recuerdo de Sally Jupiter, primera Silk Spectre (la segunda será su hija), en donde presenciamos el intento de violación contra ella que comete el Comediante. Este se nos presenta desde el inicio como un desgraciado, como un hombre al que no le cuesta nada someter éticamente a las demás personas, llegando hasta el extremo. Esto se muestra también en el recuerdo del Dr. Manhattan, donde el Comediante no tiene ningún reparo para matar a una mujer embarazada de él, después de que esta le cortara la cara con una botella. Cuando la mujer embarazada lo confronta para que hablen, él no tiene reparos en mandarla al demonio con total frialdad. “You walk away from this?” se le pregunta. “Sure” responde él inmediatamente. Le importa un bledo. A la hora de dispararle lo hace con la más absoluta insensibilidad. Pero me parece que no se trata de una indiferencia por el mundo -más tarde lo veremos llorando en frente de su enemigo de toda la vida, por algún descubrimiento terrible que ha hecho, descubrimiento que a nosotros se nos irá revelando de a pocos. Hay, más que indiferencia, desprecio por el mundo, pero a la vez hay comprensión de cómo él funciona. Una y otra vez se nos irá presentando a lo largo del comic la sensación de que el Comediante es el único que realmente comprende al mundo, a su decadencia. La diferencia de él con los otros es que él simplemente se divierte con las condiciones del mundo, no se deja conmover, no depende de ellas. Y a mí me queda la sensación de que el desprecio surge precisamente de la comprensión. Pero dejemos este tema para un poco más adelante.

Quiero recalcar dos cosas en especial de este capítulo. En primer lugar, el recuerdo de Adrian Veidt. Vemos una reunión de enmascarados, en donde se está intentando unir un nuevo grupo de ‘superhéroes’, suponiendo que el anterior ya lleva un tiempo desaparecido. Sólo Captain Metropolis y el Comediante permanecen del primer grupo -los Minutemen. La actitud del Comediante es, por supuesto, de desprecio hacia las ingenuamente heroicas intenciones de Metropolis, quien quiere salvar al mundo de todo mal, quien separa con gran facilidad lo bueno de lo malo, al modo de un Superman pleno de humanidad. Pero más allá de esto, me llama la atención que este sea precisamente el recuerdo de Veidt, quien parece ser el único de la reunión que realmente coincide con Metropolis, creyendo que “ninguno de los problemas del mundo es insuperable” [pag.11, las traducciones son mías]. Sin embargo, en Veidt hay, claramente, más madurez que en Metropolis. Este último intenta afrontar los problemas con bondad escolar, Veidt en cambio lo intenta hacer con inteligencia, con planificación. Acá ya Veidt se nos muestra como un hombre racional. Como un convencido de que es a partir de la razón que el ser humano puede superar los obstáculos, puede llegar a sus metas. Una razón que peca a veces de instrumentalista y de desinterezada por el aspecto espiritual del ser humano. Pero dejo esto ahí. Sólo añado que es muy sugerente cómo termina este recuerdo, es decir, en la penúltima viñeta de la página 11, en donde ya todos los participantes de la reunión han decidido marcharse y Metropolis les ruega para que se queden. Aquí las palabras de este último son importantes: “Alguien tiene que hacerlo, ¿no lo ven? Alguien tiene que salvar al mundo…” Mientras esto es dicho, vemos a Veidt mirar, seriamente, preocupadamente, reflexivamente, el pizarrón quemado en el que Metropolis había colocado las etiquetas de los problemas que abruman al mundo. Lo dejo ahí.

Una segunda cosa que quisiera recalcar es el texto final de este capítulo. En él se narra el origen del primer grupo de superhéroes, aquí hay muchos factores importantes a tomar en cuenta para comprender a estos personajes. Para empezar, queda clarísimo algo que ya había sido mostrado en el primer capítulo, pero esta vez con respecto al segundo grupo, es decir, la motivación personalísima que tiene cada uno de los sujetos enmascarados para hacer lo que hace. Alguno lo hace por algún deseo de justicia, otro lo hace por la fama, otro lo hace como un trabajo -un modo de ganar dinero, otro lo hace para calmar un deseo de constante acción, alguno lo hace por más de una de estas razones. El Comediante parece hacerlo casi para divertirse, para burlarse de los demás, para tener cierto poder sobre ellos. Así mismo se hacen patentes las diferencias de las personalidades y convicciones de cada uno de los enmascarados. Alguna vez Moore dijo sobre este comic que trataba a sus personajes de modo que se vean ridículos en su humanísima ‘superhumanidad’. Esto me parece que se muestra muy claramente cuando el texto final dice que habían diferencias políticas entre los Minutemen. Se dice que Hooded Justice aprobaba las actividades del régimen nazi de Hitler, y que Captain Metropolis había dicho, en alguna ocación, cosas racistas contra los negros y los hispanos. Hollis Mason, primer Nite Owl y autor del texto que leemos, se refiere a la situación interna del grupo diciendo: “Teníamos gusanos en la manzana, comiéndola desde adentro.”

Regresemos un poco a la noción del mundo que tiene el Comediante. Él dice: “Una vez que te has dado cuenta del chiste que es todo, ser el Comediante es lo único que tiene sentido.” Luego añade: “Nunca dije que era un buen chiste! Yo sólo sigo adelante con la broma (gag)…” Esto se opone al momento en que se narra la visita que el Comediante le hace a su enemigo de toda la vida. En medio de la madrugada, borracho, llora en frente de él por algo terrible que sabe se está haciendo en una isla, y que lo sumerge en un estado abismal de desesperación e incomprensión. El Comediante pide explicaciones desesperadamente, como al parecer nunca lo había hecho. Parece estar apiadándose del mundo, encontrando por primera vez lo que es la maldad. Como si por primera vez el chiste no le diera risa, como si sintiera que ha dejado de ser el comediante, pues el título ha pasado a otra persona, a alguien con un sentido del humor más brutal, más de lo que él nunca se pudo imaginar. Esta actitud no hace al Comediante humano, su humanidad ya estaba planteada hace rato, esto lo hace más bien miserable, lo hace el más afectado con la situación decadente del mundo. Lo hace el humano más miserable porque es el que más comprende qué pasa con el mundo, pero eso a su vez parece hacerlo el que menos entiende por qué pasa eso con el mundo. Talvez porque es el único que se ha hecho realmente la pregunta.

Pero qué demonios significa este comprender el mundo del comediante. Es decir, cuál es el chiste. Bueno, no lo sé con seguridad. Esto es algo que siempre está implícito en el comic. La comprensión del Comediante parece residir no tanto en el saber cómo ha llegado el mundo a donde está, sino en el saber hacia dónde se dirige el mundo, en cómo paso a paso se va a destruir a sí mismo. Esta autodestrucción que es a la vez autoengaño es una ironía enorme y evidente. El mundo-chiste que ve el Comediante debe tener la forma de sarcasmo, de humor negro. Esta es una dimensión del Comediante que Rorschach parece entender muy bien, con él termina el comic, antes de entrar al texto. Cito su reflexión final, super sugerente: “Blake entendió. Lo trató como un chiste, pero él entendió. Vio los huecos en la sociedad, vio a los pequeños hombres enmascarados tratando de soportar juntos… Vio el verdadero rostro del siglo veinte y eligió convertirse en un reflejo, en una parodia de él. Nadie más captó el chiste. Por eso es que él era un solitario. Escuché un chiste una vez: Hombre va al doctor. Dice que está deprimido. Dice que la vida es dura y cruel. Dice que se siente muy solo en un mundo aterrorizante donde todo es vago e incierto. El doctor dice ‘El tratamiento es simple. El gran payado Pagliacci está en la ciudad esta noche. Vaya a verlo. Eso debería animarlo.’ Hombre estalla en lágrimas. Dice ‘pero doctor… yo soy Pagliacci.’” El mundo como un gran sarcasmo. Conforme a esto talvez comprendamos al final por qué la desesperación del comediante frente al terrible descubrimiento que ha hecho.

viernes, 21 de agosto de 2009

Virtudes aristotélicas

Alasdair MacIntyre[1] afirma, con razón, que para comprender la ética aristotélica es necesario ser concientes de la convicción teleológica que la subyace. Es en este mismo sentido que Gómez Robledo dice que Aristóteles hace “encarnar resueltamente la Idea platónica en el mundo del devenir y la contingencia”[2]. Lo que esto significa es que resulta un gran mérito de Aristóteles el no haber hecho a un lado la convicción teleológica clásica griega que entiende al ser humano dentro de un orden más grande que él, uno que trasciende su naturaleza, y aun así haber sabido darle lugar a una nueva preocupación por la vida concreta y cotidiana del ser humano. El sujeto humano que describe Aristóteles es uno que está siempre sumergido en la multiplicidad cambiante de la circunstancias, uno que no se mueve en la realidad de acuerdo a sistemas predeterminados que siempre funcionan del mismo modo, sino que está en constante interacción con los cambios de las condiciones de vida. No es entonces casualidad que Aristóteles considere -en el libro I de la Ética a Nicómaco- que la felicidad perfecta no es posible (esto también está al final del mismo libro), sino que, aquello a lo que puede aspirar el ser humano es a una felicidad siempre sometida a los azares de la vida. El sujeto feliz en Aristóteles no es uno que haya dejado atrás las preocupaciones y los problemas, por el contrario, sigue sometido a ellos y es más conciente que nunca de ellos. Sin embargo, ahora está en la capacidad de llevar de la mejor manera posible estos momentos de desdicha, entregándose siempre a la calma y a la reflexión, nunca dejándose caer en la angustia. (Esto, por supuesto, puede ser objetado si es que pensamos en la noción que se encuentra al final de la E.N., en donde el hombre teorético parecería estar en la capacidad de alcanzar una felicidad más perfecta y por lo tanto más desligada de lo cotidiano. Procuraré tratar esta posible contradicción que se manifiesta en Aristóteles en un próximo post.)

Ahora bien, el fin supremo del ser humano es la eudaimonía -traducida usualmente por felicidad- y para llegar a ella es necesario que el ser humano se forme en las virtudes, a partir de las que podrá alcanzar su telos natural. Sin embargo, como bien lo apunta MacIntyre, aquí no habría que pensar en las virtudes como simples medios para alcanzar la eudaimonía. Es decir, la vida virtuosa no es simplemente una preparación para la posterior vida feliz, sino que es condición necesaria, no sólo para alcanzarla, sino también para permanecer en ella. Aquí, MacIntyre entiende a la virtud aristotélica como una disposición que permite acceder inmediatamente a la capacidad para elegir por la vida buena. La felicidad requiere entonces que el sujeto esté educado en la virtud, pues aunque exista alguien que tenga por naturaleza una disposición moral a hacer buenos actos, él deberá entrenarse en la virtud, de lo contrario correrá el riesgo constante de verse dominado por sus pasiones. Guariglia[3] coincide con esto cuando dice que el virtuoso es aquel que puede elegir, en donde normalmente hay mando de las emociones.

Todas estas nociones revelan la importancia que Aristóteles proyecta en la educación. Es a partir de ella que se puede formar el hombre virtuoso y por lo tanto el hombre feliz. La ética aristotélica, toda ella considerada como una ética de la eudaimonía, se apoya sobre la necesidad de la correcta educación del ser humano. Y a mi juicio, aquí MacIntyre hace una excelente interpretación de cómo Aristóteles concibe el papel de la educación. Para él, cuando Aristóteles habla del hombre virtuoso no se está hablando de un hombre que puede dominar o reprimir a las pasiones; el virtuoso, más bien, sería aquel que ha educado sus emociones de modo que ellas mismas hayan cambiado, no siendo necesario que se las reprima. La educación, según MacIntyre, no sería simplemente un modo de adecuar al sujeto para que aprenda a actuar diferente, sino que sería un modo de procurar que el sujeto comience a sentir diferente, en donde el sentimiento se guíe -de forma natural- de acuerdo a una vida moralmente buena (y por lo tanto a una vida feliz). Aquí no se está limitando a las pasiones, más bien se las está reconfigurando, se las está moldeando, para que ellas formen un hábito correspondiente a la vida buena. Esto rechazaría interpretaciones como la de Guariglia, quien diría más bien que la virtud como educación de las emociones equivale a formar la capacidad de dominar a las pasiones desde la razón, siendo posible entonces “refrenar nuestros deseos y temores, nuestras emociones y sensaciones internas, a fin de adecuar nuestra conducta.”

Estas aclaraciones son importantes para comprender cómo la “educación moral” -que en Aristóteles es dividida en: enseñanza para la virtud intelectual y hábito para la virtud ética- es entendida por MacIntyre como una educación que no se separa en dos, sino que supone una total unidad y coherencia entre lo intelectual y lo ético. Así pues, las virtudes intelectuales y las virtudes éticas (o ‘de carácter’ como las llama MacIntyre) no pueden ser pensadas como dos modos independientes y autónomos de virtud. Hay una íntima relación entre lo intelectual y lo ético, en donde un aspecto no se puede alcanzar en toda su dimensión sin la ayuda del otro. Esto es expuesto por Aristóteles al final del libro VI de la E.N., en donde se hace énfasis en que las virtudes no se dan independientemente una de la otra, sino que es imposible que una persona posea realmente una de las virtudes, y que sin embargo no posea todas las demás. MacIntyre se apoya en esta noción para resaltar el hecho de que en Aristóteles la vida moralmente buena y la vida inteligente van de la mano. Richard Sorabji[4] explica esta concepción holista de la posesión de las virtudes del siguiente modo: “el valor no consiste en encarar cualquier peligro por cualquier razón, sino en encarar el peligro correcto por la razón correcta. Y aquí lo que es correcto depende en parte de lo que tengan que decir otras virtudes, como la justicia”.

Pero, ¿es realmente posible esta vida completamente virtuosa, en donde el justo es también valiente, inteligente, moderado, etc.? ¿Es posible pensar en un ser humano de capacidades tales, de modo que prácticamente haya llegado a tener una vida perfectamente buena? ¿No se está aquí idealizando demasiado? ¿Y no significaría tal perfecta bondad también una perfecta felicidad (cuando esa posibilidad fue negada desde el inicio)? Bueno, aquí ciertamente Aristóteles pareciera excederse, pero creo que para comprender este exceso tendríamos que volver a donde comenzamos: hay una clara concepción teleológica de la que Aristóteles no escapa. Esta unidad última a la que apuntan todas las virtudes es algo que sólo parece ser posible postular en un sentido teleológico, como dice Gómez Robledo. Un sentido que MacIntyre encuentra en Aristóteles como “una de las pocas partes de su filosofía moral que hereda directamente de Platón”, siendo ambos opositores rotundos al conflicto y a la negación dentro de la concepción del hombre bueno.

[1] En: Tras la virtud.
[2] En: Ensayo sobre las virtudes intelectuales.
[3] En: La ética en Aristóteles o la moral de la virtud.
[4] En: Aristotle on the Role of Intellect in Virtud; en Amélie Rorty, Essays on Aristotle's Ethics.

martes, 11 de agosto de 2009

Watchmen I

Comienzo a colgar comentarios y reflexiones sobre el comic Watchmen, sobre el que se realizará una mesa en el próximo Simposio de Estudiantes de Filosofía (en la que, con mucho gusto, participaré):


“Cadáver de perro en el callejón esta mañana, marca de llanta en estómago reventado. Esta ciudad me teme. He visto su verdadero rostro. Las calles son grandes desaguaderos y los desaguaderos están llenos de sangre y cuando los drenajes finalmente se atasquen, todos los insectos se van a ahogar. La suciedad acumulada de todo su sexo y violencia hará espuma hasta sus cinturas y todas las putas y los políticos mirarán hacia arriba y gritarán ‘Sálvanos!’ …Y yo miraré hacia abajo y les susurraré ‘No.’” [la traducción es mía]

Así comienza el primer número de la novela gráfica Watchmen, del inglés Alan Moore. Las palabras son extraídas del diario de Rorschach; esto es lo primero con lo que nos topamos: la rudeza, la antipatía y la crudeza de un personaje que nos comienza a pintar la ciudad sobre la que se desarrollará la historia de todo el comic. La primera personalidad que nos presenta Moore es la más áspera, la que más desprecia de forma explícita aquello de lo que está rodeado. Aquello que sin embargo quiere, de un modo u otro, arreglar. Tal es la relación más profunda con la que juega Moore a lo largo de todo el comic -y que en este primer número comienza a delinear: la relación entre una ciudad moralmente decadente y una serie de personajes (de seres humanos) que han sido formados en ese contexto y que, de un modo u otro, intentan arreglarlo. Cada uno a su manera, cada uno con sus propias motivaciones y con sus propios objetivos. Allí está el conflicto. La ciudad se muestra igual de podrida para todos, pero cada uno sigue su propio camino para intentar sobrevivir en ella y consolarla hasta donde le sea posible.

En este primer número Moore nos presenta, con la guía y bajo la perspectiva de Rorschach, a los personajes principales de la obra. Poco a poco nos vamos topando con cada uno, todos tan distintos como complejos, en un proceso que va develando, a la vez que va escondiendo, cómo es que ellos se comportan, o más bien, cómo es que quisieran comportarse en el contexto en el que viven. Rorschach, tras enterarse del asesinato de uno de los de su tipo (uno de los enmascarados) se siente en la necesidad de advertir a los demás que pueden estar en peligro. Ninguno lo toma en serio. No explícitamente. Pero es claro que en el fondo todos sufren un quiebre en sus vidas tras este suceso, un quiebre que, más que generar una nueva situación, lo que hace es traer de vuelta sombras del pasado. Así, nos topamos con los primer y segundo Nite Owl, que parecen mantener una relación de lo más amical e ingenua. Dos tipos que representan la más básica bondad, pero vista en un auténtico ser humano, no en Superman. Así, esta básica bondad se convierte en muestras de timidez y melancolía. En el texto final de este primer número, Moore nos muestra cómo es que el primer Nite Owl se motiva para enmascararse y luchar en las calles por la justicia, al modo en que lo hacían sus héroes de ficción. Aquí vemos a un tipo que reacciona con motivaciones que, aunque parecen ser por momentos las del típico justiciero, son muy personales. Y es él mismo quien narra tales motivaciones explícitamente, es decir, se da cuenta de que él no es un héroe sobrenatural, sino que es un ser humano al que las circunstancias de vida lo condicionaron para que se convierta en lo que se convirtió. Ahí está la magia de los personajes de Moore, ellos se saben seres humanos en crisis, se saben sujetos limitados y sufren y actúan por ello. Lo mismo ocurre con el segundo Nite Owl y con Laurie Juspeczyk, ambos cargando un pasado que no saben muy bien cómo aprovechar o desechar (o ambas cosas a la vez).

Dos casos particulares son por supuesto los de Adrian Veidt (Ozymandias) y el Dr. Manhattan: el primero pasa desapercibido en este primer capítulo, del segundo lo más interesante que tenemos es su comparación entre el muerto y el vivo: no hay ninguna diferencia, misma cantidad de partículas en sus cuerpos. Ya se nos va pintando al ser carente de espíritu que es Manhattan, cuestión que luego será crucial para el desarrollo de la historia. Así mismo, no puedo dejar de recordar el último cuadro de la página 23, vemos un primer plano de la cara de Manhattan y atrás a Juspeczyk acordando la cita con Daniel Dreiberg -el primer Nite Owl (a quien ella llama ‘Dan’; el primer Nite Owl llama ‘Danny’; y Rorschach ‘Daniel’: ya está aquí pintada la personalidad de cada uno de los personajes). La expresión de Manhattan en este cuadro es muy sugerente, más tarde sabremos que él vive en una especie de conocimiento total de cómo van a ocurrir los hechos paso por paso, una especie de conocimiento objetivo del transcurrir del tiempo -tema que luego debe ser tratado en detalle por su valor como problema filosófico. La expresión de Manhattan es muy curiosa, yo la leo como una especie de: ‘Ok, aquí comienza todo.’ Me parece uno de esos detalles grandiosos de hacen de este comic la obra maestra que es.

Tenemos aquí entonces los factores para considerar el problema ético que se plantea en este primer número: hay una ciudad -que representa la situación del mundo- que está en una situación de incertidumbre y decadencia moral, donde la gran pregunta por la validez y el destino de los fundamentos en los que ella está posada (representada en el: ‘Who watches the watchmen?’) flota perdida en la suciedad y el desorden de las calles por las que vemos pasar a los personajes. Una pregunta que no sale realmente a la superficie -o que nadie quiere ver en ella-, una pregunta que provoca un vacío (del que ciertamente no estamos nada lejos en la actualidad) que se llena con expresiones como la del bar al que entra Rorschach, en donde todos parecen temer compulsiva y desmesuradamente al tipo que no deja ver su rostro y que sin embargo llega a cuestionarlos a todos, un miedo que él mismo provoca y que se enorgullece de provocar. Creo que la decadencia moral de la ciudad es la manifestación viva y entera del problema ético que abarca a todo el comic; la ciudad cría y la ciudad destruye fundamentos, ella se nutre de su propia podredumbre e intenta sobrevivir a base de valores negativos. Aquí me parece que calza la caracterización del capitalismo que hace Deleuze en su ‘Antiedipo’: “la paradoja del capitalismo es que se trata de una formación social que está constituida sobre la base de lo que era lo negativo de todas las otras [sociedades]. …Lo que era lo negativo de todas las formaciones ha devenido la positividad misma de nuestra formación, eso es estremecedor.” El mundo creado en Watchmen es ciertamente una reunión de valores negativos que luchan implícitamente entre sí desde sus propios intereses, para intentar asentar un fundamento que renueve las esperanzas, que están absolutamente ausentes dentro del contexto presentado. Ante esto, los Watchmen intentan reaccionar no tanto para hacer resurgir a la ciudad, sino para intentar sobrevivir -cada uno a partir de sus particularísimas expectativas- psicológicamente a ella, a esta situación moral. En ninguno de los personajes funcionará algún tipo de auténtica ética universalista, absolutamente todos se mueven de acuerdo a sus propias motivaciones, motivaciones provocadas por sus complejísimas psicologías.

Al final de este primer número, creo que nadie tiene esperanzas de que vaya a presenciar una historia feliz o común. Hay plena conciencia de que se vienen más rastros psicológicos de los personajes, y de la propia ciudad como ente vivo y problemático del que emana el ocaso al que hace referencia Rorschach una y otra vez cuando se refiere a ella, cuando la compara con una carnicería llena de niños retardados. Creo que al final nadie tiene problemas con creerle a Rorschach cuando dice al inicio que le ha visto su verdadero rostro a la ciudad.