sábado, 27 de febrero de 2010

FUERZA


27/02/2010
Fuerza, mi Chile

viernes, 26 de febrero de 2010

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (8)

A partir de aquí me dedico al comentario del otro libro teórico de Will Eisner, La narración gráfica (el título original es Graphic Storytelling and Visual Narrative), de 1996.

El no reconocimiento del cómic como arte

Bajo la mirada de muchos, el cómic sigue siendo algo ligado al simple ocio, y mantiene aun la poca honrosa reputación “de ser algo propio de gente de pocas luces y de coeficiente intelectual limitado[1]. Eisner acepta que por mucho tiempo los cómics han sido compuestos pensando en un público no mejor que aquel, y teniendo como objetivo a la mera diversión.

Ello estuvo ligado con la producción de cómics en los que la primacía del dibujo era evidente, dejándose de lado la importancia del guión o del contenido literario o narrativo. El cómic presentaba al paso de la acción como a su principal logro. Piénsese en las consecuencias que tiene eso: cuando vemos una película o un programa de televisión plagado de acción, no se nos da tiempo para pensar, ello no es lo importante, sino pasar el rato lo más distraído que sea posible. Y eso es lo que ocurría con aquel cómic en el que Eisner encuentra primacía del dibujo por sobre el guión: cuando esto ocurre, “el producto desciende hasta convertirse, poco más o menos, en comida basura literaria.” Para él, el dibujo en el cómic no debe ser simple causante de impacto, sino que debe ser sostenido por la dimensión intelectual del guión, debe fusionarse enteramente con ella.

Tales tratos superficiales del cómic llegaron a que se dieran críticas de todo tipo contra él. Por ejemplo, no sólo no se lo considero un modo de lectura efectivo, sino que además se los vio “como una amenaza contra la alfabetización”. Esta percepción presupone que la experiencia del lector de cómics es muy pobre y limitada, siendo propia de niños, o de adultos haraganes y lerdos, incapaces de ponerse a leer un libro ‘de verdad’. Por supuesto, ya en los comentarios anteriores de nuestros estudios de cómic se demuestra que ello no tiene que ser así. La experiencia lectora puede ser muy compleja en este arte.

Pero hay otra cosa que Eisner recuerda que se ha dicho del cómic, y que me gustaría comentar. Se ha denunciado incluso, nos dice, que el cómic “inhibe la imaginación”. Estoy, por supuesto, enteramente en desacuerdo con eso. El cómic es, a mi juicio, uno de los medios que más lugar le dan a la imaginación del lector. La estructura fragmentada, estática y silenciosa del cómic dan lugar a que se tenga que poner a funcionar activamente a la imaginación para la obra transcurra. Sin que el lector proyecte imaginación a la obra, esta se queda en nada; la experiencia estética del cómic es compuesta enteramente por la proyección de la imaginación del lector, quien atrapa a la obra para que ella comience a funcionar como arte. La participación del lector es absolutamente activa en el cómic, como no se da en ningún otro medio artístico.

Finalmente, cabe apuntar cómo Eisner considera que el medio ha madurado entre 1965 y 1990, en donde se ha dado la creación de obras mucho más complejas y ya no concentradas en el simple paso de la acción por las imágenes. Ahora es mucho más común encontrar cómics en donde la narrativa se confunde con el dibujo, para que la especialísima fusión de lugar a una forma de expresión que, sumada al elemento del paso fragmentado de viñetas, conforman un lenguaje absolutamente único.


[1] Will Eisner, La narración gráfica, p. 3

martes, 23 de febrero de 2010

Contra la ociosidad

CONTRA LA OCIOSIDAD
En busca de una moral cotidiana más responsable

“¡que la paz sea con nosotros!, ¿cómo no se nos había ocurrido antes?”

André Glucksmann

Estalla la guerra, una y otra vez. Y ya no sorprende. El siglo XX nos ha vuelto inmunes al escándalo por el evento más confuso y a la vez revelador para la ética humana. Miramos hacia Irak, hacia Palestina, hacia Ayacucho, y ya no hay vergüenza: sincera vergüenza. Sostengo, a mi pesar, que las perspectivas habituales que tenemos frente a la guerra se han vuelto ingenuas, irreflexivas, simplistas, ociosas. Enfrentamos al conflicto desde afuera, y no atinamos a más que a diferenciar dos bandos, a jugar a los soldados y a los monstruos, a obviar la singularidad de cada sujeto, de cada circunstancia, de cada contexto. A Palestina y a Ayacucho las llamamos ‘guerra’: el mismo nombre maldito para tan distintos eventos. Gritamos ‘¡paz!’, gritamos ‘¡basta!’, gritamos ‘¡terrorismo!’: y nuestras palabras, carentes de profunda y comprometida reflexión, no suenan a más que a cacofonía.

Se nos ha hecho habitual diferenciar, con desenvuelta facilidad, entre un bando representante de ‘lo bueno’ y otro representante de ‘lo malo’. Cerramos los ojos, tapamos nuestros oídos, y defendemos con tanta vehemencia e inocencia nuestra esquina como cuando atacamos a la de enfrente. Esta es una actitud que no sólo se puede identificar en la sociedad nacional, sino también más allá de ella: cuando estalló la guerra en Irak, y Europa quedó en medio de la discusión por si la acción norteamericana era justa o no, los medios de comunicación europeos no tardaron en darle lugar a su ociosidad, y diferenciar entre aquellos países representantes ‘de la guerra’ y aquellos otros ‘de la paz’[1]. Problema zanjado; nada más que examinar. O estas con nosotros, o estás en contra de nosotros. La complejidad conformada por los innumerables detalles del problema ético, político, legal, psicosocial, cultural, queda hecha a un lado sin que siquiera hayamos notado su presencia.

Concreticemos el asunto: dejemos de hablar de ‘la’ guerra, de ‘la’ paz. Escapemos de lo abstracto y acerquémonos a una guerra vivida, a una paz perdida. Mi interés se centra en el conflicto armado sufrido por el Perú en las décadas de los 80 y los 90[2]. ¿Cómo se afrontó el problema?, ¿cómo lo seguimos afrontando hoy en día?, ¿qué perspectivas tenemos sobre él? Gritamos ‘¡nunca más!’, pero, ¿hemos bostezado después de gritar?, ¿hemos reflexionado antes de gritar? Todos coincidimos en una cosa: hay que exterminar al terrorista, hay que condenarlo con la más dura pena. Pero, ¿quién es el ‘terrorista’?, ¿cómo es el ‘terrorista’?

‘Terrorista’ es, hoy en día, una categoría maldita. Categoría irrefutable que, una vez aplicada, se hace prácticamente indeleble en el sujeto condenado. Así, el campesino mira al hermano del que una vez fue subversivo y lo condena socialmente: hermano de ‘terrorista’: hermano de lo maldito. Sólo hay dos opciones, o estás del lado de ‘la guerra’, o estás del lado de ‘la paz’; tu subjetividad no cuenta, los diversos factores que conforman tu identidad no están en juego: está en juego el lado con el que te identificas. Negro o Blanco. Dogmatismo. Así, el fan fujimorista mira a la madre del asesinado en el banco del costado, y no duda en aplicarle la categoría maldita, no duda en tacharla contundentemente. ¿‘Madre de presunto terrorista’, le dice? No. ‘Terrorista’. Condenada. No estás conmigo, debes estar del otro lado. Dos áreas separadas radicalmente.

La filosofía del siglo XX se ha caracterizado por intentar darle todas las luces a una convicción: la realidad no es simple, es muy compleja, está conformada por abundantes diferencias, por constantes cambios, nos acercamos a ella siempre desde diversas perspectivas irreductibles a algún análisis único y completamente lógico e intelectual. Epistemológica y éticamente, ya no sirve de nada diferenciar entre dos bandos (lo falso y lo verdadero, lo malo y lo bueno). Esto trae consigo otra cuestión: nosotros, como sujetos, nos conformamos bajo múltiples (innumerables) condiciones. Nuestra identidad tiene que ver con múltiples factores circunstanciales y contextuales que la constituyen psicológica, social, emocional, intelectualmente. Y ni siquiera podemos hablar de una identidad estable: filósofos como Kierkegaard y Nietzsche estaban convencidos de que somos sujetos con varias identidades en constante movimiento, en constante cambio, e incluso en constante conflicto entre sí.

Cuando diferenciamos con tanta facilidad y pereza entre un lado representante del bien y otro del mal en un evento como la guerra, pasamos por alto, irresponsablemente, todos los factores recientemente señalados. Vemos un panorama amplio, simplificado y abstracto, y no nos comprometemos con lo que ocurre en detalle, con lo que pasa con cada sujeto, con cada identidad, con cada circunstancia. Contemplamos un juego de Risk, y no un evento humano. No vemos individuos, vemos dos bandos abstractos enfrentándose entre sí.

Tal fue la perspectiva que se tuvo, trágicamente, al inicio de la guerra interna sufrida en el Perú, por parte de los mandos políticos, civiles y militares del Estado. Permítanme, para explicar esto mejor, acudir a dos nociones sobre el terrorismo que André Glucksmann dice podemos tener.

Por un lado, podemos concebir democráticamente al evento del terrorismo, y por otro lado, lo podemos concebir autocráticamente. Una consideración democrática del terrorismo lo define como la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra seres que están desarmados e indefensos. Aquí, el terrorismo es enemigo público del público; es la población civil inocente la que es vista como el blanco principal del terror. Por otro lado, una consideración autócrata del terrorismo, lo define como la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra un Estado. Aquí, el terrorismo es enemigo público de una organización de poder legal, sea la que sea, y haga lo que haga. A quien hay que defender es a la gran organización.

Las definiciones de Glucksmann me parecen pertinentes porque permiten diferenciar dos formas de responder al terrorismo: una que se preocupa explícitamente por el bienestar y la paz de cada uno de los sujetos inocentes que se encuentran en medio de una guerra no decidida por ellos; y otra que se preocupa explícitamente por el orden del Estado mayor al que se está defendiendo, en donde lo que importa en el fondo no es cada individuo, sino la totalidad de la organización. Así pues, sostengo que al inicio de la lucha armada interna peruana, se tuvo, claramente, una noción autócrata del terrorismo. Sucedió que se careció de un análisis profundo de la situación, y por lo tanto de una estrategia responsable: la lucha antiterrorista se plasmó en una lucha por la simple destrucción del mal. Se estuvo lejos de que se diera una lucha democrática, que se preocupe a fondo por los sujetos particulares inocentes que estuvieron entrometidos en el conflicto. Se diferenció de forma muy básica entre un lado defensor del Estado y un lado enemigo del Estado. Dos bandos. Panorama amplio, simplificado y abstracto[3]. Particularidades y complejidad: desatendidas[4].

Ahora bien, tal actitud simplista no estuvo sólo en las perspectivas que tuvo alguna vez el Estado para enfrentar la situación, sino que fue también base para el pensamiento del movimiento subversivo Sendero Luminoso (SL), que necesitaba de una apreciación radicalmente dogmática de la realidad para darle lugar a su levantamiento armado. La ideología senderista -aquello que se conocía como el ‘pensamiento Gonzalo’- se basaba en la convicción básica e irrefutable de que no había verdad válida más allá de lo que ella consideraba: todo grupo social, toda institución que no fuera parte del Partido, se convertía inmediatamente en un enemigo a eliminar. O estabas con el proyecto, o estabas en contra de él. La división era radical: lo propio es lo intrínseca y definitivamente bueno, lo ajeno lo intrínseca y definitivamente malo. Esto se ve reflejado en las lecturas y estudios ortodoxos que tuvieron de Mariátegui y de Marx, y en cómo la ideología senderista estaba, para ellos, en categoría de ciencia definitiva e inquebrantable. Frente a esta idea, todo lo demás estaba errado.

Veamos sino, algunos pasajes de unos discursos que pronunció Abimael Guzmán a los miembros del partido entre junio de 1979 y abril de 1980, antes de que se de comienzo a la lucha armada. La retórica de Guzmán tiene obvias resonancias religiosas, llegando en algunos momentos a parafrasear pasajes de la Biblia. La intención del líder senderista era la de darles a los jóvenes partidarios la sensación de que no se enfrentaban simplemente a una perspectiva más del mundo, sino a la perspectiva definitiva, a la verdad única de la que había que convencerse. Por ejemplo, uno de los discursos inicia con la siguiente frase bíblica: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos.” La militancia debía ser, según el ‘pensamiento Gonzalo’, una experiencia de carácter religioso, una forma de estar en armonía con un proyecto que no era simple capricho de algunos hombres, sino que era parte del orden cósmico que sigue la Historia. Hay una clara convicción teleológica en la ideología que guiaba a SL. Por ello es tan sencillo diferenciar entre dos bandos: uno cargado con la verdad y otro enemigo de ella. Al enemigo había que exterminarlo: “El pueblo se encabrita, se arma y alzándose en rebelión pone dogales al cuello del imperialismo y los reaccionarios, los coge de la garganta, los atenaza; y necesariamente los estrangula, necesariamente.”

Existía una práctica común entre los miembros del Partido que revela esta necesidad de aceptar al Gran Relato senderista como la única verdad. Aquellos en los que asomaba un intento de cuestionar los mandatos o los ideales establecidos, eran sometidos a lo que era conocido como la ‘autocrítica’, en donde eran obligados a enumerar defectos propios, con todo el ensañamiento posible hacia sí mismo. Todo síntoma de cuestionamiento debía desaparecer: no habían grietas en los ideales partidarios promovidos por el líder de la organización. Esto hace claro cómo no interesan los sujetos en sí mismos, sino el objetivo general. Las individualidades significaban poco o nada: la realidad no está conformada por una multiplicidad, sino simplemente por el Bien promovido en el ‘pensamiento Gonzalo’, y por el Mal que se oponía a él. Así pues, SL utilizaba conciente e intencionalmente al terror como algo que todos debían interiorizar, para que se instaure como un juez supremo del camino que había que elegir.

Retornemos, ya para cerrar el ensayo, a la perspectiva que tomábamos al inicio. Hemos examinado ligeramente cómo la actitud que califico como simplista e irreflexiva estuvo presente como un germen en los actores principales del conflicto, en aquellos que dieron lugar, activamente, a la guerra. Pero al inicio me refería a la perspectiva que tenemos de la guerra desde afuera, a cómo nuestra conciencia cotidiana obvia los elementos complejos y múltiples que conforman al evento y sólo saben diferenciar a dos bandos. Estalla ‘la guerra’; grito ‘¡la paz!’, sin siquiera haberme dado un respiro para reflexionar sobre las características del suceso.

En el caso peruano, ocurre algo que a mi juicio es muy trágico y muy revelador de la falta de compromiso con la sociedad de la que somos parte. En nuestro país, hay un desinterés profundo por el sufrimiento de personas que están en nuestro mismo territorio, y que por lo tanto, a pesar de las abundantes diferencias culturales, son parte de la misma identidad nacional de la que nosotros somos parte. Es un desinterés que se confunde íntimamente con el desconocimiento de los hechos ocurridos en el Perú. Al limeño promedio le mencionas Lucanamarca, Chungui, Uchuraccay, Soccos, y no tiene idea de lo que se le está hablando. Masacres espantosas que no hicieron ni sombra en las conciencias de aquellos que no fueron tocados directamente por el sufrimiento[5]. Optamos por la inercia, por la ociosidad, por el desgano.

Así pues, la conciencia moral del peruano carga con un profundo desdén hacia la diferencia, hacia la pluralidad de “los distintos mundos sociales y culturales que componen nuestro país”[6]. Esto se convierte en discriminación étnica y social, y por lo tanto, en menosprecio de la complejidad de la que somos parte: nos hundimos en perspectivas simplistas de la realidad. Y esto tiene que ver, por supuesto, con que seamos una sociedad distraída y acostumbrada a no reflexionar sobre nuestros problemas públicos. No estamos dispuestos a discutir activamente sobre temas políticos, institucionales o éticos que influyen directamente en nuestros modos de vida. Estamos dañados por un serio déficit de atención, por una seria enfermedad del desinterés, del desgano. Ser más reflexivos con lo que nos rodea significa no sólo ser más responsables, sino además ser más concientes de quiénes somos: tener un mejor conocimiento de nosotros mismos, ser más sinceros con nuestra identidad, ser más autónomos. No somos ‘participantes activos’ de nuestra comunidad moral, y serlo supone un acto básico de autoconciencia y de autoconocimiento necesario en cualquier sociedad que pretenda superarse a sí misma.

***

Estalla la guerra; estalla el problema. Vocifera el ocioso que no se lo planteó nunca, que levantó las manos desesperada e irracionalmente para exigir la paz, y no consiguió más que tapar al sol y cubrir cada detalle de sombras que confunden la mirada y obligan a seguir el camino fácil: ‘diferenciemos rápidamente al bando bueno del bando malo; así sabremos hacia dónde mirar’. Necesitamos mirar de nuevo y mirar más hondo. Necesitamos enterarnos de que somos parte de una comunidad moral. Mirar más hondo, significa mirar hacia nosotros; significa procurarnos libertad. No basta con diferenciar al terrorista maldito del militar heroico: la complejidad de la realidad no sabe de valores morales.

No quiero decir que dejemos de protestar, que dejemos de levantar nuestra voz, que pensemos más de lo que hablemos. Hace bien salir a las calles a pedir un poco de justicia, un poco de verdad, un poco de paz. Pero no bastan las buenas intenciones. Debemos aprender las lecciones de lo que vivimos, de lo que decimos. Nuestras palabras suenan demasiadas veces a fácil y cómoda cacofonía.

No es un lujo, es una responsabilidad moral con nosotros mismos.

[1] Bush se dedicó a apoyar esta diferenciación ociosa cuando calificó a Irak como el ‘eje del mal’, atribuyéndole inmediatamente a las perspectivas cotidianas del conflicto la simpleza de considerar a un lado como el ‘bueno’, y al otro como ‘malo’ (tal como lo hizo antes Ronald Regan, cuando calificó a la URSS como el ‘Imperio del Mal’).
[2] Hay quienes consideran que el conflicto aun no termina, siendo evidente que aun quedan remanentes del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso. Creo que no es conveniente decir que el mismo conflicto continúa: las condiciones son muy diferentes. Sin embargo, no debemos subestimar a una amenaza que sigue siendo latente para individuos que están aun bajo el peligro de la opresión del grupo armado. Vale decir que el conflicto continúa y es necesario tomar las medidas del caso, pero siendo siempre concientes de las nuevas circunstancias que lo configuran.
[3] Todo ayacuchano, quechuahablante, estudiante universitario y simpatizante de cualquier movimiento de izquierda pasó a ser sospechoso por simple asociación.
[4] Un ejemplo paradigmático de esto sería el siguiente: al inicio del conflicto, antes de que se le encargue la lucha a las Fuerzas Armadas, se declaró en estado de emergencia a todo el departamento de Ayacucho, enviándose un fuerte número de policías a la zona. Entre ellos, se envió a 40 miembros de la unidad especializada los sinchis. Esta unidad tenía una formación en lucha contrasubversiva, lo que los capacitaba para exterminar a su enemigo, pero no para proteger a una población y sus derechos (lo que exige la noción democrática de la lucha antiterrorista). Los sinchis cometieron múltiples actos de violación de derechos humanos, generando rápidamente miedo y desconfianza en la población. Es claro que aquí no hubo una preocupación por los bienestares particulares de los sujetos sometidos al conflicto armado, sino que se tomó a cada uno de ellos como simples medios a usar para la consecución de un objetivo más alto: el orden general del Estado. (A esto es a lo que Salomón Lerner llama: el triunfo de “la razón estratégica”: “una disposición manifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramienta para la consecución de sus objetivos” [En el ‘Prefacio’ a la primera edición de la versión abreviada del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, Hatun Willakuy.]).
[5] En el testimonio fílmico de la CVR, Para que no se repita, Ciro Alegría resalta cómo ante la muerte de ocho periodistas limeños en Uchuraccay hubo un gran revuelo en la capital. Pero en los meses siguientes, cuando 135 campesinos de la localidad murieron asesinados, sobretodo por la acción senderista, pero también la de las fuerzas del Estado, nadie alzó un dedo de alarma.
[6] Salomón Lerner, ‘Prefacio’ a la segunda edición de la versión abreviada del informe de la CVR, Hatun Willakuy.

domingo, 21 de febrero de 2010

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (7)

Este será el último comentario al libro de Will Eisner, El cómic y el arte secuencial, y me gustaría dedicarlo a una temática que está presente especialmente en los dos últimos capítulos de la obra: la complejidad del lenguaje del cómic, su posibilidad de ser considerado como algo más que un mero pasatiempo.

Eisner está decidido a rechazar enteramente la idea de que el cómic es algo de poca importancia, y comienza aceptando el hecho de que ha sido una cosa habitual en la historia del cómic que el lector haya buscado en ellos nada más que “información visual instantánea”. Esto ha provocado que el perfil que se tiene normalmente del lector de cómics sea el de un niño de unos 10 años, o el de un adulto lerdo u holgazán. Sin embargo, Eisner nos dice que es necesario creer sinceramente que el cómic, “con su entrelazamiento de las palabras y los dibujos, puede lograr una dimensión de comunicación que aporte al cuerpo de la literatura […] toda una reflexión sobre la experiencia humana.”

Tal ha sido, por supuesto, toda la intensión de los comentarios que yo he ido realizando sobre Eisner. El cómic tendría que ser considerado como un lenguaje autónomo y rico en posibilidades. Un lenguaje estético que puede expresar cosas de modos en los que no puede hacerlo ningún otro arte. La secuencia de viñetas; la compleja conjunción entre lo gráfico y lo lingüístico; la condición fragmentada pero a la vez holista (cada fragmento depende íntimamente de todos y cada uno de los demás); la posibilidad de tratar al tiempo cualitativa y cuantitativamente a la vez; la radical posición activa del lector en la creación del evento estético, dando lugar a la progresión de la obra a partir de la proyección de su imaginación: todas ellas son características que le dan forma a un arte que puede, al igual que cualquier otro, reflexionar sobre el mundo, sobre el ser humano, de un modo especial y único.

Esto implica, entonces, que la creación de un cómic no es poca cosa. Es, más bien, una tarea compleja, llena de un trabajo intelectual que requiere de una técnica bien estudiada. Con respecto a esto, Eisner llega a decir que en el cómic “no vale contar con la suerte de que te salga bien”, sino que es necesario realizar un trabajo concienzudo y esforzado de la obra. A partir de esto, uno pasa a preguntarse si realmente no será posible realizar un cómic improvisándolo. Ciertamente se puede intentar hacerlo, pero, ¿se podrá dar lugar a una obra realmente significativa?; talvez una obra de ese tipo ya existe y yo aun no la conozco. Pero en ese caso, sería aun más importante preguntar: ¿habrá realmente improvisación, teniendo en cuenta que la realización del cómic depende de la realización secuencial y progresiva de una estructura fragmentada (viñetas)?; es decir, no es posible componer un cómic en un lapso corto de tiempo, siempre hacen falta detalles a tener en cuenta paso por paso. A mi juicio, es muy posible que Eisner tenga razón cuando dice que no es posible realizar un cómic improvisándolo, sino que es necesario realizar un trabajo escrupuloso y lleno de decisiones guiadas por lo emocional, pero tomadas desde lo intelectual. Pero, quién sabe, talvez algún día alguien me demuestre lo contrario.

Para terminar, veamos algunos de los elementos sobre los que Eisner dice es necesario tener conocimientos para darle lugar a la composición de un cómic: “Dominar el oficio de dibujar y escribir”; “estudio serio de libros de anatomía”; “diseño de perspectivas y composición”; “una dieta regular de lectura, sobretodo de cuentos breves”; saber jugar con las luces y las sombras; e incluso, hay que saber trabajar con la anatomía de los objetos, como si fueran anatomías humanas.

El siguiente cuadro pretende mostrar todos los elementos involucrados en la creación de un cómic. Eisner demuestra que este es un lenguaje absolutamente complejo, y que subestimarlo es propio de desatentos, o de ignorantes:

jueves, 11 de febrero de 2010

Densas progresiones (cuento)

Cerré el libro. Me eché para atrás en la silla y miré al techo sin abrir lo ojos. Al fin lo había terminado. Veinticuatro días coloreando mi mente de ciencia abstracta; y lo había entendido todo. Apoyé mis codos en la mesa y mi cabeza sobre mis manos. Pensé entonces que estaba feliz, que de eso se tenía que tratar la vida. Subí la mirada y vi al fin a la chica que se había sentado en la mesa de enfrente. Hace tanto que su imagen se me presentaba borrosa mientras intentaba concentrarme en las palabras. Me decepcioné un poco, no era tan simpática como pensaba. Sin embargo había algo poco común en su mirada posada sobre el grueso libro que leía. Su cara no era nada especial, talvez los lentes la adornaban, talvez el pelo lacio suelto que, al igual que las manos y los ojos, tocaba el libro. Su vestido marrón pálido me llamaba la atención, y la forma en que movía su pie derecho bajo la mesa parecía animarme a hacer algo. Tal vez ahora, con mi feliz sabiduría a cuestas, podría ser la ocasión de acercarme a ella e iniciar una conversación. Miré entonces la hora y me puso aun más feliz comprobar lo temprano que era. Tenía tiempo de sobra para salir a caminar lentamente. Mientras más grande es mi felicidad más lentos son mis pasos. Como si no quisiera llegar a ninguna parte, como si quisiera fluir poco a poco.

Comencé a guardar mis libros y a planear cómo me le iba a acercar a la chica de enfrente. “No comenzar con una pregunta” fue la primera decisión certera. “No soy bueno para preguntar, debo encontrar la forma en que ella me comience a hacer las preguntas a mí. Quiero responder; soy bueno para responder.” La miré otra vez y esta vez ella también alzó la mirada. Seria. Seca. Pensé que esa es precisamente la mirada que se niega a responder preguntas. Pensé que esa era una mirada que no quería a nadie cerca. Me importó. Me puse de pie sin ninguna decisión. Di un paso al frente y retrocedí para recoger mi celular. Apenas me había parado me había dado cuenta que lo estaba olvidando, pero había dado un paso adelante para darme un poquito más de tiempo y para hacer notar un poquito más mi presencia. Con el celular en mano devolví el paso que había retrocedido. Di uno más. No podían faltar muchos. Apenas habrían unos tres hacia la mesa que esperaba. Los di. Ninguna decisión, pura cobardía. Cobardía feliz, pero al fin cobardía. Seguí caminando. La pasé sin voltear y sentí que ella volteaba a mirarme. Pero claro, en la cobardía uno siente muchas cosas para conformarse un poco. Aun así, este es un cuento feliz, así que salí de la sala de lectura a paso lentísimo y cerré los ojos, disfrutando del momento perfecto de felicidad. Sabiduría y cobardía. No me faltaba nada.

Me detuve y me puse los audífonos. Prendí la música. Densas progresiones. Nada más sublime que las densas progresiones para acompañar a la felicidad. La hacen rebelde, enorme pero sincera, compleja pero finísima. Mis pasos no podían adaptarse al ritmo, este bailaba sin discreción, parecía tropezar y tropezar, pero lo que hacía era caminar por un camino por el que nadie nunca se había atrevido a pasar por su dificultad. Para caminarlo hacía falta tropezar. Todo estaba planeado. Creo que comencé a caminar ridículamente; creo que intenté aplaudir o silbar. Nada me salió bien. Llegué al fin al corredor principal y me apoyé en la baranda. Caminé hacia la escalera casi como un anciano. La miré con satisfacción, como agradeciéndole su forma. Era una de esas en donde bajas primero unos cuantos escalones y luego debes girar para bajar la otra mitad. Una escalera en dos partes me iba a permitir demorarme más. Sonreí asquerosamente, de eso sí me di cuenta y lo corregí al instante. La felicidad trae consigo estupidez, pero hay que disimularla. Bajé el primer escalón bien sostenido de la baranda. Bajé el segundo y me solté. No fui yo, fue la música. Me exigió que me soltara. Me retumbó como exigiéndome libertad y riesgo. Igual, no me alejé de la baranda.

Entonces, a falta de dos escalones para terminar la primera mitad de la escalera, alguien giró del otro lado. Alcé la mano y rosé la baranda. Era ella. Otra vez me la cruzaba. Después de 4 años viéndola pasar una y otra vez, allí estaba de nuevo. Hace casi dos meses que no la veía. A veces la extrañaba, pero no sabía qué extrañaba. Es decir, no sé quién demonios es. Sólo sé que no dejo de cruzármela y que me mira, y que yo la miro a ella, y que nunca nos dirigimos la palabra. Llevaba el cabello suelto, como lo había comenzado a llevar desde hace mas o menos un año. Ese cabello medio lacio y medio encrespado al final del que es tan fácil enamorarse. Antes de ello siempre lo llevaba amarrado, dejando ver claramente su largo y extraño cuello. Sinceramente, no era mucho más bella que la chica que se había sentado en frente mío en la sala de lectura. Pero sinceramente, era mucho más que ella. Tenía más magia, más valor. Su mirada era tan profunda, abría tanto los ojos que asustaba. Y casi siempre sonreía; casi nunca directamente hacia mí. Recuerdo la primera vez que la vi. Andaba por un estrecho camino rodeado de un pequeño jardín, una paloma iba delante de ella. La paloma caminaba con pasos muy rápidos, moviendo su cabeza y su cuello casi compulsivamente de atrás para adelante, como si escapara por su vida. Ella la miraba atenta y le seguía el juego. Entonces, la paloma saltó del camino de cemento al gras que estaba al lado. La mirada de ella se iluminó. Sonrió al verla saltar. La miró con ternura y pasó a su lado como despidiéndose. Cómo no enamorarse de eso. Cómo no enamorarse de una risa provocada por el ridículo y sutil salto de una paloma. Me creé una leyenda sobre ella. Debía ser muy inteligente, debía ser sincerísima y terriblemente sarcástica. Debía tener muchas ideas novedosas que compartir, tantas como para pasarse horas de horas hablando sobre lo que sea. Debía tener pocos amigos y muchos conocidos. Seguro disfrutaba de la música, talvez hasta tocaba guitarra o la armónica. Debía leer Mafalda y a Kundera. Seguro odiaba a Freud. Seguro amaba a Sócrates.

Y ahí la tenía, otra vez. Me miró. Yo también la miré a los ojos y le quise hacer saber que era un hombre feliz. Su gesto, como siempre, fue profundo pero poco expresivo. No. Me equivoco. No es poco expresivo. Expresa mucho, pero no del modo convencional. Nunca nos habíamos mirado tan directa y tan largamente. Ella también caminaba lento, también parecía feliz. Desapareció de mi campo de visión. Comencé a bajar el segundo grupo de las escalinatas y sin pensar, casi impulsiva y estúpidamente dije en voz alta: “Chau”. No sé qué tan fuerte lo dije. No podía escuchar mi voz, la música estaba muy alta. No sé si ella respondió. No sé si se detuvo, o si talvez dijo algo antes que yo. Simplemente seguí caminando, aun más feliz, aun más lento. Culminé al fin las gradas y giré para ver si estaba ahí. No había nadie. Talvez ni me escuchó. Talvez en verdad no dije nada. Talvez pensó que era una estupidez responder a algo así. Me puse un poco triste. Se me formó un nudo en la garganta y pensé en volver a subir, en buscarla y repetirle clara y fuertemente a la cara: “Chau”. Pero seguí mi camino. Cerré los ojos y avancé intentando concentrarme en las densas progresiones.

martes, 9 de febrero de 2010

Dos definiciones del terrorismo

No es fácil definir lo que es el terrorismo. Es, sin embargo, uno de esos términos con los que nos vemos en la obligación de buscar alguna definición más o menos general, a partir de la cual podamos avanzar tanto en un sentido referido a las reflexiones éticas o morales, como en un sentido ligado a la legalidad del derecho.

Particularmente, me gustan las definiciones que hace el filósofo francés André Glucksmann. Y lo digo en plural porque él -en su libro Occidente contra occidente- diferencia al menos dos formas de comprender lo que es un acto terrorista. Por un lado, hace una definición democrática del terrorismo; mientras que por otro, hace una definición autócrata:

Definición democrática: terrorismo es la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra seres que están desarmados e indefensos. Aquí, el terrorismo es enemigo público del público; es la población civil inocente la que es comprendida como el blanco principal del terror.

Definición autócrata: terrorismo es la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra un Estado. Aquí, el terrorismo es enemigo público de una organización de poder legal, sea la que sea, y haga lo que haga. A quien hay que defender es a la gran organización.

Las definiciones de Glucksmann me parecen pertinentes porque permiten diferenciar dos formas diferentes de responder al terrorismo: una que se preocupa explícitamente por el bienestar y la paz de cada uno de los sujetos inocentes que se encuentran en medio de una guerra no decidida por ellos; y otra que se preocupa explícitamente por el orden del Estado mayor al que se está defendiendo, en donde lo que importa en el fondo no es cada individuo, sino la totalidad de la organización.

El caso peruano

En el inicio de la lucha armada interna que se vivió en el Perú, se tuvo, claramente, una noción autócrata del terrorismo. Esto no se da por una decisión explícita de la estrategia, sino precisamente por la carencia de una estrategia. La ausencia de un análisis más profundo de la situación dio lugar a que la lucha antiterrorista se plasmara en una lucha por la simple destrucción del mal que estaba afectando al país. Se estuvo lejos de que se diera una lucha democrática, que se preocupe a fondo por los sujetos particulares inocentes que estuvieron entrometidos en el conflicto.

Un ejemplo paradigmático sería el siguiente: al inicio del conflicto, antes de que se le encargue la lucha a las Fuerzas Armadas, se declaró en estado de emergencia a todo el departamento de Ayacucho, enviándose un fuerte número de policías a la zona. Entre ellos, se envió a 40 miembros de la unidad especializada los sinchis. Esta unidad tenía una formación en lucha contrasubversiva, lo que los capacitaba para exterminar a su enemigo, pero no para proteger a una población y sus derechos (lo que exige la noción democrática de la lucha antiterrorista). Los sinchis cometieron múltiples actos de violación de derechos humanos[1], generando rápidamente miedo y desconfianza en la población. Es claro que aquí no hubo una preocupación por los bienestares particulares de los sujetos sometidos al conflicto armado, sino que se tomó a cada uno de ellos como simples medios a usar para la consecución de un objetivo más alto: el orden general del Estado. (A esto es a lo que Salomón Lerner llama: el triunfo de “la razón estratégica”: “una disposición manifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramienta para la consecución de sus objetivos”[2]).

Así pues, vistos en el marco de una definición autócrata del terrorismo, estos abusos contra la población civil parecen cobrar una importancia menor si es que el objetivo general se cumple. Y se da lugar a una excusa clásica y obvia: ‘tales abusos son excesos inevitables en la guerra, son cuotas que hay que pagar si es que se quiere lograr el objetivo en una perspectiva más amplia.’ Esto promueve, además, una diferenciación básica, simplista y ociosa, entre dos bandos: uno representante del ‘bien’ (defensores del Estado), y otro representante del ‘mal’ (enemigos del Estado). Las particularidades y la complejidad de cada caso son pasadas por alto.

Pero, vistos en el marco de una definición democrática del terrorismo, tales abusos contra la población civil dejan de ser simples excesos, y se convierten en sí mismos en actos de terrorismo. Ya no hay lugar a una diferenciación simplista entre un bando intrínsicamente terrorista y un bando intrínsecamente antiterrorista. Ahora descendemos nuestras categorizaciones de lo general abstracto, para aplicarlas a lo particular concreto, allí en donde el terror y la paz se viven realmente. Una lucha democrática contra el terrorismo supone la consigna primordial de la defensa de la humanidad de cada uno de los sujetos, quienes se convierten en fines en sí mismos y dejan de ser instrumentalizados para un objetivo más general. Así, un militar arremetiendo violentamente contra población civil inocente e indefensa está (y hay que decirlo con estos términos) al mismo nivel que el guerrillero que ataca a los sujetos en pos de sus objetivos político-militares. El terrorismo ya no es una categoría abstracta. Terrorista es quien martiriza a la población civil, quien la obliga a doblegarse, lleve el uniforme que lleve.


[1] Llegando a haber algunos tan terribles como el que narra una mujer que a los 14 años fue sacada a la fuerza de su casa y metida a un auto, en donde fue violada por siete sinchis encapuchados. Luego de ello, la llevaron a un helicóptero y la balancearon por el aire, colgada de los pies, para que confesara su supuesta participación en el asalto a un puesto policial.
[2] En el ‘Prefacio’ a la primera edición de la versión abreviada del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, Hatun Willakuy.