Quisiera comenzar con el tema en el que se ha centrado mi interés en estos días. Ando investigando y reflexionando sobre cómo se tendría que concebir al arte y a la ciencia en tanto que fuentes de asombro. Lo normal sería que pensemos en el arte como una fuente recurrente de asombro, como un lugar en el que el fin último no es tanto la investigación, sino la felicidad. Al contrario de esto, acerca de la ciencia se tendría que pensar más bien que es una fuente de sabiduría, de verdades de diferentes tipos que, más que felicidad y asombro, proveen información verificable. De este modo, relacionamos al arte con lo emocional o lo espiritual, y a la ciencia con lo intelectual o racional. Este es el dibujo estándar.
¿Dónde nace esta ruptura entre arte y ciencia? Ya para el siglo XVIII la Ilustración se había apoderado de Europa y la idea de que la razón era LA herramienta con la que el ser humano iría a encontrar el progreso o la verdad -ponle el nombre que quieras- había ganado gran popularidad. Esta racionalización de todos los aspectos de la vida provocó que nazca un radical opuesto, una tendencia que rechazaba todo germen de razón para reemplazarla con la emotividad de las artes, emotividad que no sólo representa un aspecto nuevo de la vida humana, sino que representa EL único aspecto importante, aquel que se refiere realmente al ser humano en un sentido más profundo. Este movimiento, con espíritu radicalmente opuesto al de la Ilustración, es el Romanticismo, que surge a finales del siglo XVIII y se asienta en el siglo XIX. Bajo las nuevas expresiones del Romanticismo se comienza a considerar a lo racional como frío y sin vida; la verdadera dimensión importante del ser humano se encuentra en lo emocional, en lo espiritual, es decir, no en la capacidad para aprender con el intelecto, sino en la capacidad para engrandecerse en el asombro estético. Así pues, ya aquí se marca claramente la diferenciación entre ciencia y arte. Una aboga por el conocimiento claro y racional, y la otra aboga por el asombro profundo y espiritual del ser humano. Una acusa a la otra de abstracta y mística, y esta acusa a la otra de fría, muerta y deshumanizada.
Ya en el siglo XX es claro que estas dos corrientes influencian en el pensamiento de muchos filósofos. Por un lado es claro que el positivismo toma la posta de la actitud ilustrada, y pretende tratar clara y lógicamente cualquier problema que se le ponga en frente. No hay lugar para metáforas, para imaginación o para espiritualidades. Frente a esto también hay actitudes que buscan recuperar la dimensión estética de las cosas, dándole a ella más importancia que a lo intelectual. No hay, sin embargo, el radicalismo de antes. Un ejemplo del último tipo es Wittgenstein, quien realiza una filosofía en la que apela a la imaginación y al aspecto estético de las cosas. Wittgenstein es un clásico opositor al intelectualismo y al cientificismo. Lo que él procura es dar un giro pluralista que sepa resaltar una sabiduría que se encuentra en el arte, y que no es posible encontrar en la ciencia. Este es un giro que, en su filosofía, es tan importante como el giro lingüístico que también da, pero que sin embargo es poco reconocido. Así, en el aforismo 194 de ‘Cultura y Valor’ Wittgenstein opone a la ciencia y al arte como fuentes de aprendizaje y de felicidad respectivamente. A partir de esto, lo que él se dispone a decir es que no sólo en la ciencia se aprende, sino que en el arte también reside un modo especial de aprendizaje.
El problema con Wittgenstein es que él suele, demasiado rápido y en demasiadas ocasiones, abandonar a la ciencia a un tipo de sabiduría fría que puede ser útil para ciertas cosas (que a él no le interesan), pero que no provee felicidad. Así, Wittgenstein no se contenta con criticar la actitud eurocéntrica e intelectualista con la que el antropólogo James Frazer trata los rituales mágico-religiosos de las culturas primitivas, sino que además lo acusa de tener una “vida de espíritu” estrecha, lo que podríamos traducir como el tener una vida bastante carente de asombro y por lo tanto carente de sincera felicidad. Así, en ‘Cultura y Valor’, dirá, en aforismos como el 28, que la ciencia es un medio que únicamente adormece al asombro; o, como en el 321, que la sabiduría (en donde 'sabiduría', dentro de la filosofía wittgensteniana, está totalmente relacionada con el intelectualismo y el cientificismo) es algo frío y encubridor de lo realmente valioso en la vida. Aquí Wittgenstein, aunque sin caer en su radicalidad, recobra la actitud romántica que considera a la sabiduría científica como algo lejano al ser humano e inservible para su felicidad.
El giro pluralista hecho por Wittgenstein no es entonces un giro completo. A mi juicio, Wittgenstein no termina nunca de desprenderse de ciertos prejuicios antimodernos que rechazan toda noción de teoría, de sistema, de explicación, de racionalidad. Wittgenstein saca a la luz un aspecto importantísimo para dar el giro pluralista, a saber, el que ve en el arte algo más que asombro y alucinación emocional, para -a diferencia de la tradición romántica- encontrar una sabiduría particular en lo estético. Sin embargo, para terminar de dar el giro completo haría falta no sólo comenzar a ver al arte como una fuente de sabiduría, sino además, comenzar a ver a la ciencia como una auténtica fuente de felicidad y asombro. Un giro pluralista completo tendría que saber encontrarse con los particularísimos (con las singularidades vertiginosas) modos de concebir a la sabiduría y al asombro, al aprendizaje y a la felicidad, a lo intelectual y a lo espiritual en los lenguajes de la ciencia y del arte. Esto supone, así mismo, dejar de pensar en estas dos disciplinas como dos entes separados y divorciados por sus objetivos, ellos están más cercanos de lo que siempre se ha pensado. ¿Es posible acaso acercarse de un modo total y puramente intelectual a un fenómeno? Claro que no; siempre, por la naturaleza compleja que tiene el ser humano, nos acercamos a la realidad a partir ambos aspectos, el racional y el emocional, el intelectual y el espiritual. Dos aspectos que no existen realmente separados el uno del otro, sino que están en mutua interacción y mezcla todo el tiempo (como ya lo apuntaría Platón en el Filebo).
La tendencia actual es la de seguir a Wittgenstein en su rechazo a la ciencia como algo de lo que no se puede obtener felicidad. Hace falta abrir los ojos a un nuevo modo de comprender a la ciencia. Un buen instigador de esta nueva actitud es Richard Dawkins, quien procura siempre hacer ciencia apelando a la imaginación y a las descripciones metafóricas, partiendo del asombro y dirigiéndose hacia asombro, que no tiene otro fin que el de la felicidad, negada tantas veces a la disciplina científica. Ya luego me referiré al trabajo que hace en este sentido Dawkins.
¿Dónde nace esta ruptura entre arte y ciencia? Ya para el siglo XVIII la Ilustración se había apoderado de Europa y la idea de que la razón era LA herramienta con la que el ser humano iría a encontrar el progreso o la verdad -ponle el nombre que quieras- había ganado gran popularidad. Esta racionalización de todos los aspectos de la vida provocó que nazca un radical opuesto, una tendencia que rechazaba todo germen de razón para reemplazarla con la emotividad de las artes, emotividad que no sólo representa un aspecto nuevo de la vida humana, sino que representa EL único aspecto importante, aquel que se refiere realmente al ser humano en un sentido más profundo. Este movimiento, con espíritu radicalmente opuesto al de la Ilustración, es el Romanticismo, que surge a finales del siglo XVIII y se asienta en el siglo XIX. Bajo las nuevas expresiones del Romanticismo se comienza a considerar a lo racional como frío y sin vida; la verdadera dimensión importante del ser humano se encuentra en lo emocional, en lo espiritual, es decir, no en la capacidad para aprender con el intelecto, sino en la capacidad para engrandecerse en el asombro estético. Así pues, ya aquí se marca claramente la diferenciación entre ciencia y arte. Una aboga por el conocimiento claro y racional, y la otra aboga por el asombro profundo y espiritual del ser humano. Una acusa a la otra de abstracta y mística, y esta acusa a la otra de fría, muerta y deshumanizada.
Ya en el siglo XX es claro que estas dos corrientes influencian en el pensamiento de muchos filósofos. Por un lado es claro que el positivismo toma la posta de la actitud ilustrada, y pretende tratar clara y lógicamente cualquier problema que se le ponga en frente. No hay lugar para metáforas, para imaginación o para espiritualidades. Frente a esto también hay actitudes que buscan recuperar la dimensión estética de las cosas, dándole a ella más importancia que a lo intelectual. No hay, sin embargo, el radicalismo de antes. Un ejemplo del último tipo es Wittgenstein, quien realiza una filosofía en la que apela a la imaginación y al aspecto estético de las cosas. Wittgenstein es un clásico opositor al intelectualismo y al cientificismo. Lo que él procura es dar un giro pluralista que sepa resaltar una sabiduría que se encuentra en el arte, y que no es posible encontrar en la ciencia. Este es un giro que, en su filosofía, es tan importante como el giro lingüístico que también da, pero que sin embargo es poco reconocido. Así, en el aforismo 194 de ‘Cultura y Valor’ Wittgenstein opone a la ciencia y al arte como fuentes de aprendizaje y de felicidad respectivamente. A partir de esto, lo que él se dispone a decir es que no sólo en la ciencia se aprende, sino que en el arte también reside un modo especial de aprendizaje.
El problema con Wittgenstein es que él suele, demasiado rápido y en demasiadas ocasiones, abandonar a la ciencia a un tipo de sabiduría fría que puede ser útil para ciertas cosas (que a él no le interesan), pero que no provee felicidad. Así, Wittgenstein no se contenta con criticar la actitud eurocéntrica e intelectualista con la que el antropólogo James Frazer trata los rituales mágico-religiosos de las culturas primitivas, sino que además lo acusa de tener una “vida de espíritu” estrecha, lo que podríamos traducir como el tener una vida bastante carente de asombro y por lo tanto carente de sincera felicidad. Así, en ‘Cultura y Valor’, dirá, en aforismos como el 28, que la ciencia es un medio que únicamente adormece al asombro; o, como en el 321, que la sabiduría (en donde 'sabiduría', dentro de la filosofía wittgensteniana, está totalmente relacionada con el intelectualismo y el cientificismo) es algo frío y encubridor de lo realmente valioso en la vida. Aquí Wittgenstein, aunque sin caer en su radicalidad, recobra la actitud romántica que considera a la sabiduría científica como algo lejano al ser humano e inservible para su felicidad.
El giro pluralista hecho por Wittgenstein no es entonces un giro completo. A mi juicio, Wittgenstein no termina nunca de desprenderse de ciertos prejuicios antimodernos que rechazan toda noción de teoría, de sistema, de explicación, de racionalidad. Wittgenstein saca a la luz un aspecto importantísimo para dar el giro pluralista, a saber, el que ve en el arte algo más que asombro y alucinación emocional, para -a diferencia de la tradición romántica- encontrar una sabiduría particular en lo estético. Sin embargo, para terminar de dar el giro completo haría falta no sólo comenzar a ver al arte como una fuente de sabiduría, sino además, comenzar a ver a la ciencia como una auténtica fuente de felicidad y asombro. Un giro pluralista completo tendría que saber encontrarse con los particularísimos (con las singularidades vertiginosas) modos de concebir a la sabiduría y al asombro, al aprendizaje y a la felicidad, a lo intelectual y a lo espiritual en los lenguajes de la ciencia y del arte. Esto supone, así mismo, dejar de pensar en estas dos disciplinas como dos entes separados y divorciados por sus objetivos, ellos están más cercanos de lo que siempre se ha pensado. ¿Es posible acaso acercarse de un modo total y puramente intelectual a un fenómeno? Claro que no; siempre, por la naturaleza compleja que tiene el ser humano, nos acercamos a la realidad a partir ambos aspectos, el racional y el emocional, el intelectual y el espiritual. Dos aspectos que no existen realmente separados el uno del otro, sino que están en mutua interacción y mezcla todo el tiempo (como ya lo apuntaría Platón en el Filebo).
La tendencia actual es la de seguir a Wittgenstein en su rechazo a la ciencia como algo de lo que no se puede obtener felicidad. Hace falta abrir los ojos a un nuevo modo de comprender a la ciencia. Un buen instigador de esta nueva actitud es Richard Dawkins, quien procura siempre hacer ciencia apelando a la imaginación y a las descripciones metafóricas, partiendo del asombro y dirigiéndose hacia asombro, que no tiene otro fin que el de la felicidad, negada tantas veces a la disciplina científica. Ya luego me referiré al trabajo que hace en este sentido Dawkins.
2 comentarios:
Interesantísima reflexión. Un comentario.
Comencemos diciendo que la separación entre ciencia y espiritualidad es un fenómeno casi exclusivamente moderno. Por los datos que conocemos de la antigüedad en Egipto, Babilonia y sobre todo Grecia, la ciencia jamás ha estado separada de la espiritualidad y la belleza. Sin embargo, la conexión que puede haber entre ellas tampoco podemos conocerla, salvo por algunos datos de corte pitagórico en los escritos de Platón sobre todo y otros presocráticos. En la edad media, luego de que Roma acabará con la civilización Griega y casi toda la cultura, la ciencia no fue desarrollada; no hubo más que crecimiento de la técnica, pero casi no investigación propiamente hablando.
Es en el siglo XVII, en Francia e Italia, que la ciencia renace, pero totalmente vacía de espiritualidad. ¿A qué se debe este fenómeno? Es una pregunta que siempre me ha inquietado. Pues los hombres aunque no sean exactamente lo mismo hace 2000 años, tampoco son radicalmente opuestos, y mucho menos cuando los antiguos, por lo general, eran más amigos de la virtud y por ello mismo, más perfectos. En todo caso, el cambio debería considerarse en principio no un progreso, sino un síntoma de degradación.
Es en el siglo XX en el que, como bien apuntas, surge la reflexión sobre la relación que pueda existir entre ciencia y espiritualidad.
A mis ojos, y según otros autores, la clave de esa relación se encuentra en el universo y su estructura.
Respecto al arte, en principio podemos decir, que no es posible la existencia de una obra que sobrepase la belleza del universo, pues no existe probablemente inspiración más pura que el sentimiento de la belleza, y a su vez probablemente no exista belleza más grande que la del universo en su totalidad. Una obra de arte de primer orden pues, sería aquella que sea capaz de plasmar, en un pedazo limitado de materia (sea tiempo y espacio) la belleza del universo. Un microcosmos auténtico, hecho a nuestra medida.
A su vez, desde el punto de vista de la ciencia, el objeto propio de su estudio no es otro más que el mismo universo. Pero uno puede aproximarse a su estudio motivado por distintos móviles. Uno de esos móviles, quizá el más auténtico (y el más raro), pues aproxima de una manera más profunda, es el amor por la belleza del mundo. Es una aproximación amorosa, esencialmente igual a la que realiza el artista, pero de una forma distinta, basado en las distintas formas de atención.
Así como cuando alguien ama no solo contempla, sino también quiere conocer lo que ama, así es la forma propia de amor del arte y de la ciencia respecto al universo. El espíritu artístico y el científico son así dos manifestaciones del mismo sentimiento amoroso. Y en principio, alguien que ame el mundo, no debería despreciar ninguno de esos aspectos.
Lo que olvido el espíritu científico moderno es su conexión con la belleza del mundo, pues al reducir el universo a frías relaciones materiales desechan toda noción de misterio y asombro, que es lo característico de la belleza. Lo que olvido, por su lado, el desdichado siglo XIX es que solo se participa de la belleza auténtica si se imita de alguna forma la estructura del universo. Esta estructura no es otra que la necesidad, y por ello, la proporción y el límite. Los románticos, los malditos, los nihilistas etc. olvidaron que lo que reina en el universo no es la desproporción y lo ilimitado, pues si fuera así nada podría existir ni nada podría ser objeto de investigación. Olvidaron que todo existe, al menos tal como es capaz de concebirla nuestra mente, como producto del equilibrio entre contrarios. Olvidaron que nada ocurre sin tener una compensación contraria limitativa, que toda tendencia ilimitada se subordina a un límite, y que siendo así, esa es la estructura base de la belleza del mundo. La belleza en la desproporción es una belleza de especie distinta, solo imaginaria, sin conexión con lo real.
Siento haberme explayado tanto, y aún quedan muchas cosas por investigar y decir.
Gracias y saludos. Emilio Novis.
Hola y gracias por los comentarios y aportes Emilio Novis. En primer lugar tendría que acordar contigo en que al hablar de la separación entre ciencia como cuestión del intelecto y arte como cuestión del espíritu nos referimos a algo que nace en la modernidad, antes de ella las nociones de ciencia y de arte que hoy me gustaría acercar no existían siquiera. Acuerdo contigo también en que, tanto la actitud radicalmente intelectualista, como la actitud opuesta: la radicalmente espiritualista -la Romántica-, son pasos en falso que da la humanidad, en los que ella se olvida de la riqueza que radica en ella misma. En cada uno de los casos se olvida un aspecto importantísimo e indeleble de lo que es el ser humano en su más profunda naturaleza (tanto hoy como hace 2000 años). Creo que en ambos casos se olvida la condición limitada a partir de la que el ser humano se relaciona con la realidad, por un lado para pretender abarcarlo todo con la razón, y por el otro para pretender abarcarlo todo con las expresiones estéticas.
Apuntas también a un aspecto muy importante para considerar la reconciliación que hoy en día tendríamos que procurar entre la ciencia y el arte. Un aspecto al que apunta también Richard Dawkins (de quien probablemente ya hablaré más tarde) y con el que no podría estar más de acuerdo: tanto ciencia como arte nacen de la misma motivación: el asombro por el mundo. Para que el artista se vuelque a la composición y para que el científico se vuelque a la investigación de formas sinceras es necesario y natural que haya habido asombro por algún fenómeno del universo (o por el fenómeno que es el universo entero!). Atender a esta fuente de acción humana, el asombro, es atender a formas de conocimiento y de expresión que no se bastan con intentar abarcarlo todo, como antes lo hicieron los modernos. Aquí, me parece que se abre pasó con más facilidad la validez de experiencias como las del misterio, como las de lo fascinantemente inexplicable, tanto en la ciencia como en el arte. En el asombro existe, creo que siempre, una dimensión de lo que no se ha podido comprender del todo, ni intelectual y espiritualmente. Ese tipo de desconocimiento fascina, y ese tipo de desconocimiento es talvez el más adecuado para el nacimiento de arte o de ciencia. Ya luego dedicaré alguna entrada a este tema. Por ahora lo dejo ahí. Saludos, gracias por los comentarios.
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