sábado, 27 de febrero de 2010

FUERZA


27/02/2010
Fuerza, mi Chile

viernes, 26 de febrero de 2010

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (8)

A partir de aquí me dedico al comentario del otro libro teórico de Will Eisner, La narración gráfica (el título original es Graphic Storytelling and Visual Narrative), de 1996.

El no reconocimiento del cómic como arte

Bajo la mirada de muchos, el cómic sigue siendo algo ligado al simple ocio, y mantiene aun la poca honrosa reputación “de ser algo propio de gente de pocas luces y de coeficiente intelectual limitado[1]. Eisner acepta que por mucho tiempo los cómics han sido compuestos pensando en un público no mejor que aquel, y teniendo como objetivo a la mera diversión.

Ello estuvo ligado con la producción de cómics en los que la primacía del dibujo era evidente, dejándose de lado la importancia del guión o del contenido literario o narrativo. El cómic presentaba al paso de la acción como a su principal logro. Piénsese en las consecuencias que tiene eso: cuando vemos una película o un programa de televisión plagado de acción, no se nos da tiempo para pensar, ello no es lo importante, sino pasar el rato lo más distraído que sea posible. Y eso es lo que ocurría con aquel cómic en el que Eisner encuentra primacía del dibujo por sobre el guión: cuando esto ocurre, “el producto desciende hasta convertirse, poco más o menos, en comida basura literaria.” Para él, el dibujo en el cómic no debe ser simple causante de impacto, sino que debe ser sostenido por la dimensión intelectual del guión, debe fusionarse enteramente con ella.

Tales tratos superficiales del cómic llegaron a que se dieran críticas de todo tipo contra él. Por ejemplo, no sólo no se lo considero un modo de lectura efectivo, sino que además se los vio “como una amenaza contra la alfabetización”. Esta percepción presupone que la experiencia del lector de cómics es muy pobre y limitada, siendo propia de niños, o de adultos haraganes y lerdos, incapaces de ponerse a leer un libro ‘de verdad’. Por supuesto, ya en los comentarios anteriores de nuestros estudios de cómic se demuestra que ello no tiene que ser así. La experiencia lectora puede ser muy compleja en este arte.

Pero hay otra cosa que Eisner recuerda que se ha dicho del cómic, y que me gustaría comentar. Se ha denunciado incluso, nos dice, que el cómic “inhibe la imaginación”. Estoy, por supuesto, enteramente en desacuerdo con eso. El cómic es, a mi juicio, uno de los medios que más lugar le dan a la imaginación del lector. La estructura fragmentada, estática y silenciosa del cómic dan lugar a que se tenga que poner a funcionar activamente a la imaginación para la obra transcurra. Sin que el lector proyecte imaginación a la obra, esta se queda en nada; la experiencia estética del cómic es compuesta enteramente por la proyección de la imaginación del lector, quien atrapa a la obra para que ella comience a funcionar como arte. La participación del lector es absolutamente activa en el cómic, como no se da en ningún otro medio artístico.

Finalmente, cabe apuntar cómo Eisner considera que el medio ha madurado entre 1965 y 1990, en donde se ha dado la creación de obras mucho más complejas y ya no concentradas en el simple paso de la acción por las imágenes. Ahora es mucho más común encontrar cómics en donde la narrativa se confunde con el dibujo, para que la especialísima fusión de lugar a una forma de expresión que, sumada al elemento del paso fragmentado de viñetas, conforman un lenguaje absolutamente único.


[1] Will Eisner, La narración gráfica, p. 3

martes, 23 de febrero de 2010

Contra la ociosidad

CONTRA LA OCIOSIDAD
En busca de una moral cotidiana más responsable

“¡que la paz sea con nosotros!, ¿cómo no se nos había ocurrido antes?”

André Glucksmann

Estalla la guerra, una y otra vez. Y ya no sorprende. El siglo XX nos ha vuelto inmunes al escándalo por el evento más confuso y a la vez revelador para la ética humana. Miramos hacia Irak, hacia Palestina, hacia Ayacucho, y ya no hay vergüenza: sincera vergüenza. Sostengo, a mi pesar, que las perspectivas habituales que tenemos frente a la guerra se han vuelto ingenuas, irreflexivas, simplistas, ociosas. Enfrentamos al conflicto desde afuera, y no atinamos a más que a diferenciar dos bandos, a jugar a los soldados y a los monstruos, a obviar la singularidad de cada sujeto, de cada circunstancia, de cada contexto. A Palestina y a Ayacucho las llamamos ‘guerra’: el mismo nombre maldito para tan distintos eventos. Gritamos ‘¡paz!’, gritamos ‘¡basta!’, gritamos ‘¡terrorismo!’: y nuestras palabras, carentes de profunda y comprometida reflexión, no suenan a más que a cacofonía.

Se nos ha hecho habitual diferenciar, con desenvuelta facilidad, entre un bando representante de ‘lo bueno’ y otro representante de ‘lo malo’. Cerramos los ojos, tapamos nuestros oídos, y defendemos con tanta vehemencia e inocencia nuestra esquina como cuando atacamos a la de enfrente. Esta es una actitud que no sólo se puede identificar en la sociedad nacional, sino también más allá de ella: cuando estalló la guerra en Irak, y Europa quedó en medio de la discusión por si la acción norteamericana era justa o no, los medios de comunicación europeos no tardaron en darle lugar a su ociosidad, y diferenciar entre aquellos países representantes ‘de la guerra’ y aquellos otros ‘de la paz’[1]. Problema zanjado; nada más que examinar. O estas con nosotros, o estás en contra de nosotros. La complejidad conformada por los innumerables detalles del problema ético, político, legal, psicosocial, cultural, queda hecha a un lado sin que siquiera hayamos notado su presencia.

Concreticemos el asunto: dejemos de hablar de ‘la’ guerra, de ‘la’ paz. Escapemos de lo abstracto y acerquémonos a una guerra vivida, a una paz perdida. Mi interés se centra en el conflicto armado sufrido por el Perú en las décadas de los 80 y los 90[2]. ¿Cómo se afrontó el problema?, ¿cómo lo seguimos afrontando hoy en día?, ¿qué perspectivas tenemos sobre él? Gritamos ‘¡nunca más!’, pero, ¿hemos bostezado después de gritar?, ¿hemos reflexionado antes de gritar? Todos coincidimos en una cosa: hay que exterminar al terrorista, hay que condenarlo con la más dura pena. Pero, ¿quién es el ‘terrorista’?, ¿cómo es el ‘terrorista’?

‘Terrorista’ es, hoy en día, una categoría maldita. Categoría irrefutable que, una vez aplicada, se hace prácticamente indeleble en el sujeto condenado. Así, el campesino mira al hermano del que una vez fue subversivo y lo condena socialmente: hermano de ‘terrorista’: hermano de lo maldito. Sólo hay dos opciones, o estás del lado de ‘la guerra’, o estás del lado de ‘la paz’; tu subjetividad no cuenta, los diversos factores que conforman tu identidad no están en juego: está en juego el lado con el que te identificas. Negro o Blanco. Dogmatismo. Así, el fan fujimorista mira a la madre del asesinado en el banco del costado, y no duda en aplicarle la categoría maldita, no duda en tacharla contundentemente. ¿‘Madre de presunto terrorista’, le dice? No. ‘Terrorista’. Condenada. No estás conmigo, debes estar del otro lado. Dos áreas separadas radicalmente.

La filosofía del siglo XX se ha caracterizado por intentar darle todas las luces a una convicción: la realidad no es simple, es muy compleja, está conformada por abundantes diferencias, por constantes cambios, nos acercamos a ella siempre desde diversas perspectivas irreductibles a algún análisis único y completamente lógico e intelectual. Epistemológica y éticamente, ya no sirve de nada diferenciar entre dos bandos (lo falso y lo verdadero, lo malo y lo bueno). Esto trae consigo otra cuestión: nosotros, como sujetos, nos conformamos bajo múltiples (innumerables) condiciones. Nuestra identidad tiene que ver con múltiples factores circunstanciales y contextuales que la constituyen psicológica, social, emocional, intelectualmente. Y ni siquiera podemos hablar de una identidad estable: filósofos como Kierkegaard y Nietzsche estaban convencidos de que somos sujetos con varias identidades en constante movimiento, en constante cambio, e incluso en constante conflicto entre sí.

Cuando diferenciamos con tanta facilidad y pereza entre un lado representante del bien y otro del mal en un evento como la guerra, pasamos por alto, irresponsablemente, todos los factores recientemente señalados. Vemos un panorama amplio, simplificado y abstracto, y no nos comprometemos con lo que ocurre en detalle, con lo que pasa con cada sujeto, con cada identidad, con cada circunstancia. Contemplamos un juego de Risk, y no un evento humano. No vemos individuos, vemos dos bandos abstractos enfrentándose entre sí.

Tal fue la perspectiva que se tuvo, trágicamente, al inicio de la guerra interna sufrida en el Perú, por parte de los mandos políticos, civiles y militares del Estado. Permítanme, para explicar esto mejor, acudir a dos nociones sobre el terrorismo que André Glucksmann dice podemos tener.

Por un lado, podemos concebir democráticamente al evento del terrorismo, y por otro lado, lo podemos concebir autocráticamente. Una consideración democrática del terrorismo lo define como la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra seres que están desarmados e indefensos. Aquí, el terrorismo es enemigo público del público; es la población civil inocente la que es vista como el blanco principal del terror. Por otro lado, una consideración autócrata del terrorismo, lo define como la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra un Estado. Aquí, el terrorismo es enemigo público de una organización de poder legal, sea la que sea, y haga lo que haga. A quien hay que defender es a la gran organización.

Las definiciones de Glucksmann me parecen pertinentes porque permiten diferenciar dos formas de responder al terrorismo: una que se preocupa explícitamente por el bienestar y la paz de cada uno de los sujetos inocentes que se encuentran en medio de una guerra no decidida por ellos; y otra que se preocupa explícitamente por el orden del Estado mayor al que se está defendiendo, en donde lo que importa en el fondo no es cada individuo, sino la totalidad de la organización. Así pues, sostengo que al inicio de la lucha armada interna peruana, se tuvo, claramente, una noción autócrata del terrorismo. Sucedió que se careció de un análisis profundo de la situación, y por lo tanto de una estrategia responsable: la lucha antiterrorista se plasmó en una lucha por la simple destrucción del mal. Se estuvo lejos de que se diera una lucha democrática, que se preocupe a fondo por los sujetos particulares inocentes que estuvieron entrometidos en el conflicto. Se diferenció de forma muy básica entre un lado defensor del Estado y un lado enemigo del Estado. Dos bandos. Panorama amplio, simplificado y abstracto[3]. Particularidades y complejidad: desatendidas[4].

Ahora bien, tal actitud simplista no estuvo sólo en las perspectivas que tuvo alguna vez el Estado para enfrentar la situación, sino que fue también base para el pensamiento del movimiento subversivo Sendero Luminoso (SL), que necesitaba de una apreciación radicalmente dogmática de la realidad para darle lugar a su levantamiento armado. La ideología senderista -aquello que se conocía como el ‘pensamiento Gonzalo’- se basaba en la convicción básica e irrefutable de que no había verdad válida más allá de lo que ella consideraba: todo grupo social, toda institución que no fuera parte del Partido, se convertía inmediatamente en un enemigo a eliminar. O estabas con el proyecto, o estabas en contra de él. La división era radical: lo propio es lo intrínseca y definitivamente bueno, lo ajeno lo intrínseca y definitivamente malo. Esto se ve reflejado en las lecturas y estudios ortodoxos que tuvieron de Mariátegui y de Marx, y en cómo la ideología senderista estaba, para ellos, en categoría de ciencia definitiva e inquebrantable. Frente a esta idea, todo lo demás estaba errado.

Veamos sino, algunos pasajes de unos discursos que pronunció Abimael Guzmán a los miembros del partido entre junio de 1979 y abril de 1980, antes de que se de comienzo a la lucha armada. La retórica de Guzmán tiene obvias resonancias religiosas, llegando en algunos momentos a parafrasear pasajes de la Biblia. La intención del líder senderista era la de darles a los jóvenes partidarios la sensación de que no se enfrentaban simplemente a una perspectiva más del mundo, sino a la perspectiva definitiva, a la verdad única de la que había que convencerse. Por ejemplo, uno de los discursos inicia con la siguiente frase bíblica: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos.” La militancia debía ser, según el ‘pensamiento Gonzalo’, una experiencia de carácter religioso, una forma de estar en armonía con un proyecto que no era simple capricho de algunos hombres, sino que era parte del orden cósmico que sigue la Historia. Hay una clara convicción teleológica en la ideología que guiaba a SL. Por ello es tan sencillo diferenciar entre dos bandos: uno cargado con la verdad y otro enemigo de ella. Al enemigo había que exterminarlo: “El pueblo se encabrita, se arma y alzándose en rebelión pone dogales al cuello del imperialismo y los reaccionarios, los coge de la garganta, los atenaza; y necesariamente los estrangula, necesariamente.”

Existía una práctica común entre los miembros del Partido que revela esta necesidad de aceptar al Gran Relato senderista como la única verdad. Aquellos en los que asomaba un intento de cuestionar los mandatos o los ideales establecidos, eran sometidos a lo que era conocido como la ‘autocrítica’, en donde eran obligados a enumerar defectos propios, con todo el ensañamiento posible hacia sí mismo. Todo síntoma de cuestionamiento debía desaparecer: no habían grietas en los ideales partidarios promovidos por el líder de la organización. Esto hace claro cómo no interesan los sujetos en sí mismos, sino el objetivo general. Las individualidades significaban poco o nada: la realidad no está conformada por una multiplicidad, sino simplemente por el Bien promovido en el ‘pensamiento Gonzalo’, y por el Mal que se oponía a él. Así pues, SL utilizaba conciente e intencionalmente al terror como algo que todos debían interiorizar, para que se instaure como un juez supremo del camino que había que elegir.

Retornemos, ya para cerrar el ensayo, a la perspectiva que tomábamos al inicio. Hemos examinado ligeramente cómo la actitud que califico como simplista e irreflexiva estuvo presente como un germen en los actores principales del conflicto, en aquellos que dieron lugar, activamente, a la guerra. Pero al inicio me refería a la perspectiva que tenemos de la guerra desde afuera, a cómo nuestra conciencia cotidiana obvia los elementos complejos y múltiples que conforman al evento y sólo saben diferenciar a dos bandos. Estalla ‘la guerra’; grito ‘¡la paz!’, sin siquiera haberme dado un respiro para reflexionar sobre las características del suceso.

En el caso peruano, ocurre algo que a mi juicio es muy trágico y muy revelador de la falta de compromiso con la sociedad de la que somos parte. En nuestro país, hay un desinterés profundo por el sufrimiento de personas que están en nuestro mismo territorio, y que por lo tanto, a pesar de las abundantes diferencias culturales, son parte de la misma identidad nacional de la que nosotros somos parte. Es un desinterés que se confunde íntimamente con el desconocimiento de los hechos ocurridos en el Perú. Al limeño promedio le mencionas Lucanamarca, Chungui, Uchuraccay, Soccos, y no tiene idea de lo que se le está hablando. Masacres espantosas que no hicieron ni sombra en las conciencias de aquellos que no fueron tocados directamente por el sufrimiento[5]. Optamos por la inercia, por la ociosidad, por el desgano.

Así pues, la conciencia moral del peruano carga con un profundo desdén hacia la diferencia, hacia la pluralidad de “los distintos mundos sociales y culturales que componen nuestro país”[6]. Esto se convierte en discriminación étnica y social, y por lo tanto, en menosprecio de la complejidad de la que somos parte: nos hundimos en perspectivas simplistas de la realidad. Y esto tiene que ver, por supuesto, con que seamos una sociedad distraída y acostumbrada a no reflexionar sobre nuestros problemas públicos. No estamos dispuestos a discutir activamente sobre temas políticos, institucionales o éticos que influyen directamente en nuestros modos de vida. Estamos dañados por un serio déficit de atención, por una seria enfermedad del desinterés, del desgano. Ser más reflexivos con lo que nos rodea significa no sólo ser más responsables, sino además ser más concientes de quiénes somos: tener un mejor conocimiento de nosotros mismos, ser más sinceros con nuestra identidad, ser más autónomos. No somos ‘participantes activos’ de nuestra comunidad moral, y serlo supone un acto básico de autoconciencia y de autoconocimiento necesario en cualquier sociedad que pretenda superarse a sí misma.

***

Estalla la guerra; estalla el problema. Vocifera el ocioso que no se lo planteó nunca, que levantó las manos desesperada e irracionalmente para exigir la paz, y no consiguió más que tapar al sol y cubrir cada detalle de sombras que confunden la mirada y obligan a seguir el camino fácil: ‘diferenciemos rápidamente al bando bueno del bando malo; así sabremos hacia dónde mirar’. Necesitamos mirar de nuevo y mirar más hondo. Necesitamos enterarnos de que somos parte de una comunidad moral. Mirar más hondo, significa mirar hacia nosotros; significa procurarnos libertad. No basta con diferenciar al terrorista maldito del militar heroico: la complejidad de la realidad no sabe de valores morales.

No quiero decir que dejemos de protestar, que dejemos de levantar nuestra voz, que pensemos más de lo que hablemos. Hace bien salir a las calles a pedir un poco de justicia, un poco de verdad, un poco de paz. Pero no bastan las buenas intenciones. Debemos aprender las lecciones de lo que vivimos, de lo que decimos. Nuestras palabras suenan demasiadas veces a fácil y cómoda cacofonía.

No es un lujo, es una responsabilidad moral con nosotros mismos.

[1] Bush se dedicó a apoyar esta diferenciación ociosa cuando calificó a Irak como el ‘eje del mal’, atribuyéndole inmediatamente a las perspectivas cotidianas del conflicto la simpleza de considerar a un lado como el ‘bueno’, y al otro como ‘malo’ (tal como lo hizo antes Ronald Regan, cuando calificó a la URSS como el ‘Imperio del Mal’).
[2] Hay quienes consideran que el conflicto aun no termina, siendo evidente que aun quedan remanentes del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso. Creo que no es conveniente decir que el mismo conflicto continúa: las condiciones son muy diferentes. Sin embargo, no debemos subestimar a una amenaza que sigue siendo latente para individuos que están aun bajo el peligro de la opresión del grupo armado. Vale decir que el conflicto continúa y es necesario tomar las medidas del caso, pero siendo siempre concientes de las nuevas circunstancias que lo configuran.
[3] Todo ayacuchano, quechuahablante, estudiante universitario y simpatizante de cualquier movimiento de izquierda pasó a ser sospechoso por simple asociación.
[4] Un ejemplo paradigmático de esto sería el siguiente: al inicio del conflicto, antes de que se le encargue la lucha a las Fuerzas Armadas, se declaró en estado de emergencia a todo el departamento de Ayacucho, enviándose un fuerte número de policías a la zona. Entre ellos, se envió a 40 miembros de la unidad especializada los sinchis. Esta unidad tenía una formación en lucha contrasubversiva, lo que los capacitaba para exterminar a su enemigo, pero no para proteger a una población y sus derechos (lo que exige la noción democrática de la lucha antiterrorista). Los sinchis cometieron múltiples actos de violación de derechos humanos, generando rápidamente miedo y desconfianza en la población. Es claro que aquí no hubo una preocupación por los bienestares particulares de los sujetos sometidos al conflicto armado, sino que se tomó a cada uno de ellos como simples medios a usar para la consecución de un objetivo más alto: el orden general del Estado. (A esto es a lo que Salomón Lerner llama: el triunfo de “la razón estratégica”: “una disposición manifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramienta para la consecución de sus objetivos” [En el ‘Prefacio’ a la primera edición de la versión abreviada del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, Hatun Willakuy.]).
[5] En el testimonio fílmico de la CVR, Para que no se repita, Ciro Alegría resalta cómo ante la muerte de ocho periodistas limeños en Uchuraccay hubo un gran revuelo en la capital. Pero en los meses siguientes, cuando 135 campesinos de la localidad murieron asesinados, sobretodo por la acción senderista, pero también la de las fuerzas del Estado, nadie alzó un dedo de alarma.
[6] Salomón Lerner, ‘Prefacio’ a la segunda edición de la versión abreviada del informe de la CVR, Hatun Willakuy.

domingo, 21 de febrero de 2010

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (7)

Este será el último comentario al libro de Will Eisner, El cómic y el arte secuencial, y me gustaría dedicarlo a una temática que está presente especialmente en los dos últimos capítulos de la obra: la complejidad del lenguaje del cómic, su posibilidad de ser considerado como algo más que un mero pasatiempo.

Eisner está decidido a rechazar enteramente la idea de que el cómic es algo de poca importancia, y comienza aceptando el hecho de que ha sido una cosa habitual en la historia del cómic que el lector haya buscado en ellos nada más que “información visual instantánea”. Esto ha provocado que el perfil que se tiene normalmente del lector de cómics sea el de un niño de unos 10 años, o el de un adulto lerdo u holgazán. Sin embargo, Eisner nos dice que es necesario creer sinceramente que el cómic, “con su entrelazamiento de las palabras y los dibujos, puede lograr una dimensión de comunicación que aporte al cuerpo de la literatura […] toda una reflexión sobre la experiencia humana.”

Tal ha sido, por supuesto, toda la intensión de los comentarios que yo he ido realizando sobre Eisner. El cómic tendría que ser considerado como un lenguaje autónomo y rico en posibilidades. Un lenguaje estético que puede expresar cosas de modos en los que no puede hacerlo ningún otro arte. La secuencia de viñetas; la compleja conjunción entre lo gráfico y lo lingüístico; la condición fragmentada pero a la vez holista (cada fragmento depende íntimamente de todos y cada uno de los demás); la posibilidad de tratar al tiempo cualitativa y cuantitativamente a la vez; la radical posición activa del lector en la creación del evento estético, dando lugar a la progresión de la obra a partir de la proyección de su imaginación: todas ellas son características que le dan forma a un arte que puede, al igual que cualquier otro, reflexionar sobre el mundo, sobre el ser humano, de un modo especial y único.

Esto implica, entonces, que la creación de un cómic no es poca cosa. Es, más bien, una tarea compleja, llena de un trabajo intelectual que requiere de una técnica bien estudiada. Con respecto a esto, Eisner llega a decir que en el cómic “no vale contar con la suerte de que te salga bien”, sino que es necesario realizar un trabajo concienzudo y esforzado de la obra. A partir de esto, uno pasa a preguntarse si realmente no será posible realizar un cómic improvisándolo. Ciertamente se puede intentar hacerlo, pero, ¿se podrá dar lugar a una obra realmente significativa?; talvez una obra de ese tipo ya existe y yo aun no la conozco. Pero en ese caso, sería aun más importante preguntar: ¿habrá realmente improvisación, teniendo en cuenta que la realización del cómic depende de la realización secuencial y progresiva de una estructura fragmentada (viñetas)?; es decir, no es posible componer un cómic en un lapso corto de tiempo, siempre hacen falta detalles a tener en cuenta paso por paso. A mi juicio, es muy posible que Eisner tenga razón cuando dice que no es posible realizar un cómic improvisándolo, sino que es necesario realizar un trabajo escrupuloso y lleno de decisiones guiadas por lo emocional, pero tomadas desde lo intelectual. Pero, quién sabe, talvez algún día alguien me demuestre lo contrario.

Para terminar, veamos algunos de los elementos sobre los que Eisner dice es necesario tener conocimientos para darle lugar a la composición de un cómic: “Dominar el oficio de dibujar y escribir”; “estudio serio de libros de anatomía”; “diseño de perspectivas y composición”; “una dieta regular de lectura, sobretodo de cuentos breves”; saber jugar con las luces y las sombras; e incluso, hay que saber trabajar con la anatomía de los objetos, como si fueran anatomías humanas.

El siguiente cuadro pretende mostrar todos los elementos involucrados en la creación de un cómic. Eisner demuestra que este es un lenguaje absolutamente complejo, y que subestimarlo es propio de desatentos, o de ignorantes:

jueves, 11 de febrero de 2010

Densas progresiones (cuento)

Cerré el libro. Me eché para atrás en la silla y miré al techo sin abrir lo ojos. Al fin lo había terminado. Veinticuatro días coloreando mi mente de ciencia abstracta; y lo había entendido todo. Apoyé mis codos en la mesa y mi cabeza sobre mis manos. Pensé entonces que estaba feliz, que de eso se tenía que tratar la vida. Subí la mirada y vi al fin a la chica que se había sentado en la mesa de enfrente. Hace tanto que su imagen se me presentaba borrosa mientras intentaba concentrarme en las palabras. Me decepcioné un poco, no era tan simpática como pensaba. Sin embargo había algo poco común en su mirada posada sobre el grueso libro que leía. Su cara no era nada especial, talvez los lentes la adornaban, talvez el pelo lacio suelto que, al igual que las manos y los ojos, tocaba el libro. Su vestido marrón pálido me llamaba la atención, y la forma en que movía su pie derecho bajo la mesa parecía animarme a hacer algo. Tal vez ahora, con mi feliz sabiduría a cuestas, podría ser la ocasión de acercarme a ella e iniciar una conversación. Miré entonces la hora y me puso aun más feliz comprobar lo temprano que era. Tenía tiempo de sobra para salir a caminar lentamente. Mientras más grande es mi felicidad más lentos son mis pasos. Como si no quisiera llegar a ninguna parte, como si quisiera fluir poco a poco.

Comencé a guardar mis libros y a planear cómo me le iba a acercar a la chica de enfrente. “No comenzar con una pregunta” fue la primera decisión certera. “No soy bueno para preguntar, debo encontrar la forma en que ella me comience a hacer las preguntas a mí. Quiero responder; soy bueno para responder.” La miré otra vez y esta vez ella también alzó la mirada. Seria. Seca. Pensé que esa es precisamente la mirada que se niega a responder preguntas. Pensé que esa era una mirada que no quería a nadie cerca. Me importó. Me puse de pie sin ninguna decisión. Di un paso al frente y retrocedí para recoger mi celular. Apenas me había parado me había dado cuenta que lo estaba olvidando, pero había dado un paso adelante para darme un poquito más de tiempo y para hacer notar un poquito más mi presencia. Con el celular en mano devolví el paso que había retrocedido. Di uno más. No podían faltar muchos. Apenas habrían unos tres hacia la mesa que esperaba. Los di. Ninguna decisión, pura cobardía. Cobardía feliz, pero al fin cobardía. Seguí caminando. La pasé sin voltear y sentí que ella volteaba a mirarme. Pero claro, en la cobardía uno siente muchas cosas para conformarse un poco. Aun así, este es un cuento feliz, así que salí de la sala de lectura a paso lentísimo y cerré los ojos, disfrutando del momento perfecto de felicidad. Sabiduría y cobardía. No me faltaba nada.

Me detuve y me puse los audífonos. Prendí la música. Densas progresiones. Nada más sublime que las densas progresiones para acompañar a la felicidad. La hacen rebelde, enorme pero sincera, compleja pero finísima. Mis pasos no podían adaptarse al ritmo, este bailaba sin discreción, parecía tropezar y tropezar, pero lo que hacía era caminar por un camino por el que nadie nunca se había atrevido a pasar por su dificultad. Para caminarlo hacía falta tropezar. Todo estaba planeado. Creo que comencé a caminar ridículamente; creo que intenté aplaudir o silbar. Nada me salió bien. Llegué al fin al corredor principal y me apoyé en la baranda. Caminé hacia la escalera casi como un anciano. La miré con satisfacción, como agradeciéndole su forma. Era una de esas en donde bajas primero unos cuantos escalones y luego debes girar para bajar la otra mitad. Una escalera en dos partes me iba a permitir demorarme más. Sonreí asquerosamente, de eso sí me di cuenta y lo corregí al instante. La felicidad trae consigo estupidez, pero hay que disimularla. Bajé el primer escalón bien sostenido de la baranda. Bajé el segundo y me solté. No fui yo, fue la música. Me exigió que me soltara. Me retumbó como exigiéndome libertad y riesgo. Igual, no me alejé de la baranda.

Entonces, a falta de dos escalones para terminar la primera mitad de la escalera, alguien giró del otro lado. Alcé la mano y rosé la baranda. Era ella. Otra vez me la cruzaba. Después de 4 años viéndola pasar una y otra vez, allí estaba de nuevo. Hace casi dos meses que no la veía. A veces la extrañaba, pero no sabía qué extrañaba. Es decir, no sé quién demonios es. Sólo sé que no dejo de cruzármela y que me mira, y que yo la miro a ella, y que nunca nos dirigimos la palabra. Llevaba el cabello suelto, como lo había comenzado a llevar desde hace mas o menos un año. Ese cabello medio lacio y medio encrespado al final del que es tan fácil enamorarse. Antes de ello siempre lo llevaba amarrado, dejando ver claramente su largo y extraño cuello. Sinceramente, no era mucho más bella que la chica que se había sentado en frente mío en la sala de lectura. Pero sinceramente, era mucho más que ella. Tenía más magia, más valor. Su mirada era tan profunda, abría tanto los ojos que asustaba. Y casi siempre sonreía; casi nunca directamente hacia mí. Recuerdo la primera vez que la vi. Andaba por un estrecho camino rodeado de un pequeño jardín, una paloma iba delante de ella. La paloma caminaba con pasos muy rápidos, moviendo su cabeza y su cuello casi compulsivamente de atrás para adelante, como si escapara por su vida. Ella la miraba atenta y le seguía el juego. Entonces, la paloma saltó del camino de cemento al gras que estaba al lado. La mirada de ella se iluminó. Sonrió al verla saltar. La miró con ternura y pasó a su lado como despidiéndose. Cómo no enamorarse de eso. Cómo no enamorarse de una risa provocada por el ridículo y sutil salto de una paloma. Me creé una leyenda sobre ella. Debía ser muy inteligente, debía ser sincerísima y terriblemente sarcástica. Debía tener muchas ideas novedosas que compartir, tantas como para pasarse horas de horas hablando sobre lo que sea. Debía tener pocos amigos y muchos conocidos. Seguro disfrutaba de la música, talvez hasta tocaba guitarra o la armónica. Debía leer Mafalda y a Kundera. Seguro odiaba a Freud. Seguro amaba a Sócrates.

Y ahí la tenía, otra vez. Me miró. Yo también la miré a los ojos y le quise hacer saber que era un hombre feliz. Su gesto, como siempre, fue profundo pero poco expresivo. No. Me equivoco. No es poco expresivo. Expresa mucho, pero no del modo convencional. Nunca nos habíamos mirado tan directa y tan largamente. Ella también caminaba lento, también parecía feliz. Desapareció de mi campo de visión. Comencé a bajar el segundo grupo de las escalinatas y sin pensar, casi impulsiva y estúpidamente dije en voz alta: “Chau”. No sé qué tan fuerte lo dije. No podía escuchar mi voz, la música estaba muy alta. No sé si ella respondió. No sé si se detuvo, o si talvez dijo algo antes que yo. Simplemente seguí caminando, aun más feliz, aun más lento. Culminé al fin las gradas y giré para ver si estaba ahí. No había nadie. Talvez ni me escuchó. Talvez en verdad no dije nada. Talvez pensó que era una estupidez responder a algo así. Me puse un poco triste. Se me formó un nudo en la garganta y pensé en volver a subir, en buscarla y repetirle clara y fuertemente a la cara: “Chau”. Pero seguí mi camino. Cerré los ojos y avancé intentando concentrarme en las densas progresiones.

martes, 9 de febrero de 2010

Dos definiciones del terrorismo

No es fácil definir lo que es el terrorismo. Es, sin embargo, uno de esos términos con los que nos vemos en la obligación de buscar alguna definición más o menos general, a partir de la cual podamos avanzar tanto en un sentido referido a las reflexiones éticas o morales, como en un sentido ligado a la legalidad del derecho.

Particularmente, me gustan las definiciones que hace el filósofo francés André Glucksmann. Y lo digo en plural porque él -en su libro Occidente contra occidente- diferencia al menos dos formas de comprender lo que es un acto terrorista. Por un lado, hace una definición democrática del terrorismo; mientras que por otro, hace una definición autócrata:

Definición democrática: terrorismo es la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra seres que están desarmados e indefensos. Aquí, el terrorismo es enemigo público del público; es la población civil inocente la que es comprendida como el blanco principal del terror.

Definición autócrata: terrorismo es la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra un Estado. Aquí, el terrorismo es enemigo público de una organización de poder legal, sea la que sea, y haga lo que haga. A quien hay que defender es a la gran organización.

Las definiciones de Glucksmann me parecen pertinentes porque permiten diferenciar dos formas diferentes de responder al terrorismo: una que se preocupa explícitamente por el bienestar y la paz de cada uno de los sujetos inocentes que se encuentran en medio de una guerra no decidida por ellos; y otra que se preocupa explícitamente por el orden del Estado mayor al que se está defendiendo, en donde lo que importa en el fondo no es cada individuo, sino la totalidad de la organización.

El caso peruano

En el inicio de la lucha armada interna que se vivió en el Perú, se tuvo, claramente, una noción autócrata del terrorismo. Esto no se da por una decisión explícita de la estrategia, sino precisamente por la carencia de una estrategia. La ausencia de un análisis más profundo de la situación dio lugar a que la lucha antiterrorista se plasmara en una lucha por la simple destrucción del mal que estaba afectando al país. Se estuvo lejos de que se diera una lucha democrática, que se preocupe a fondo por los sujetos particulares inocentes que estuvieron entrometidos en el conflicto.

Un ejemplo paradigmático sería el siguiente: al inicio del conflicto, antes de que se le encargue la lucha a las Fuerzas Armadas, se declaró en estado de emergencia a todo el departamento de Ayacucho, enviándose un fuerte número de policías a la zona. Entre ellos, se envió a 40 miembros de la unidad especializada los sinchis. Esta unidad tenía una formación en lucha contrasubversiva, lo que los capacitaba para exterminar a su enemigo, pero no para proteger a una población y sus derechos (lo que exige la noción democrática de la lucha antiterrorista). Los sinchis cometieron múltiples actos de violación de derechos humanos[1], generando rápidamente miedo y desconfianza en la población. Es claro que aquí no hubo una preocupación por los bienestares particulares de los sujetos sometidos al conflicto armado, sino que se tomó a cada uno de ellos como simples medios a usar para la consecución de un objetivo más alto: el orden general del Estado. (A esto es a lo que Salomón Lerner llama: el triunfo de “la razón estratégica”: “una disposición manifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramienta para la consecución de sus objetivos”[2]).

Así pues, vistos en el marco de una definición autócrata del terrorismo, estos abusos contra la población civil parecen cobrar una importancia menor si es que el objetivo general se cumple. Y se da lugar a una excusa clásica y obvia: ‘tales abusos son excesos inevitables en la guerra, son cuotas que hay que pagar si es que se quiere lograr el objetivo en una perspectiva más amplia.’ Esto promueve, además, una diferenciación básica, simplista y ociosa, entre dos bandos: uno representante del ‘bien’ (defensores del Estado), y otro representante del ‘mal’ (enemigos del Estado). Las particularidades y la complejidad de cada caso son pasadas por alto.

Pero, vistos en el marco de una definición democrática del terrorismo, tales abusos contra la población civil dejan de ser simples excesos, y se convierten en sí mismos en actos de terrorismo. Ya no hay lugar a una diferenciación simplista entre un bando intrínsicamente terrorista y un bando intrínsecamente antiterrorista. Ahora descendemos nuestras categorizaciones de lo general abstracto, para aplicarlas a lo particular concreto, allí en donde el terror y la paz se viven realmente. Una lucha democrática contra el terrorismo supone la consigna primordial de la defensa de la humanidad de cada uno de los sujetos, quienes se convierten en fines en sí mismos y dejan de ser instrumentalizados para un objetivo más general. Así, un militar arremetiendo violentamente contra población civil inocente e indefensa está (y hay que decirlo con estos términos) al mismo nivel que el guerrillero que ataca a los sujetos en pos de sus objetivos político-militares. El terrorismo ya no es una categoría abstracta. Terrorista es quien martiriza a la población civil, quien la obliga a doblegarse, lleve el uniforme que lleve.


[1] Llegando a haber algunos tan terribles como el que narra una mujer que a los 14 años fue sacada a la fuerza de su casa y metida a un auto, en donde fue violada por siete sinchis encapuchados. Luego de ello, la llevaron a un helicóptero y la balancearon por el aire, colgada de los pies, para que confesara su supuesta participación en el asalto a un puesto policial.
[2] En el ‘Prefacio’ a la primera edición de la versión abreviada del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, Hatun Willakuy.

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (6)

‘Escribir’ en el cómic

Si bien es común que en un cómic participen muchas personas en la producción de la obra (escritor, dibujante a lápiz, pasador de tinta, colorista, etc.), resulta posible que sea una sola persona la que realice todo el trabajo creativo. Los campos más importantes son, por supuesto, los de la escritura del guión y el dibujo de la obra. Y Eisner considera algo que es difícil de objetar: lo ideal es siempre que el dibujante y el escritor sean una y la misma persona. Esto realza las posibilidades de que tales dos elementos se complementen el uno al otro en una perfecta simbiosis, haciendo de la obra un producto mucho más coherente: la palabra no simplemente comenta o añade algo al dibujo, y este no simplemente grafica lo dicho por la palabra, sino que ambos elementos se nutren el uno al otro, se confunden perfectamente para darle lugar a esa gramática especial que tiene el cómic.

Platón, en el Político, compara al arte del político con el arte del tejedor, siendo el primero aquel que sabe ligar y trenzar a la perfección las diferentes tendencias hacia la virtud que hay en la ciudad, de modo que ellas no entren en conflicto entre sí. Eisner, para referirse al arte del creador de cómics, utiliza la misma metáfora: “El arte secuencial es el arte de tramar un tejido”, es decir, de saber conjugar en perfecta armonía a las palabras y a las imágenes, de modo que no ocurra que una opaque a la otra o entre en conflicto con ella. Este arte de tejer que realiza el creador de cómics, hace que se genere un muy novedoso sentido de lo que es el ‘escribir’. La técnica del cómic no se parece a la técnica de cualquier otro arte. El autor debe ser capaz de entretejer armoniosa y efectivamente al dibujo y a la palabra en medio de la secuencia de viñetas. Tal es una tarea que requiere de mucho trabajo intelectual para que sea realizada con verdaderos éxito.

Hay, ciertamente, cómics que caen en un uso simplón y fácil de la narración por dibujos, de la narración por la simple acción. Son cómics dirigidos a un público esencialmente visual, en donde la acción es lo más importante, apagándose el argumento y la escritura: vale más ver una serie de puñetazos volando de un lado a otro, que seguir una narrativa sugestiva y original. Ocurre aquí que el tejido se desmesura, se desequilibra: se deteriora la armonía.

Ahora bien, es importante señalar cómo Eisner acepta explícitamente el hecho de que siempre haya cierta preponderancia del guión en los cómics: es en la construcción de él que surge la noción de cómo van a ser los dibujos. (Un cómic en el que los dibujos han encaminado al guión se podría parecer más, quizás, a los recién descritos en el párrafo anterior -aunque, por su puesto, no necesariamente-.) Y sin embargo, a pesar de este predominio del guión, el cómic sigue siendo un arte visual: son los dibujos lo que más llama la atención en primera instancia. Esto, por supuesto, es un testimonio más de la necesidad de que entre dibujo y palabra exista una perfecta reunión (de que formen un perfecto tejido).

Pero se ha dicho que el guión señala los caminos al dibujo, no que el guionista señale necesariamente los del dibujante. Para Eisner, en cualquier caso, siempre es preferible que el dibujante tenga más autoridad que el escritor por sobre la obra. El dibujante debería ser, según Eisner, aquel que cargue con el peso de crear los “mecanismos visuales” que contribuyan a una exitosa fluidez del cómic. Por ejemplo, el dibujante siempre debería estar en capacidad de omitir o agregar algo que el escritor no ha sabido componer adecuadamente. Esto, por supuesto, parece presuponer que el escritor está más inclinado a cometer errores que el dibujante. Y no veo el porqué de una consideración de ese tipo. Además, ¿por qué no tendría tanto derecho como el dibujante para modificar el guión, el escritor para modificar el dibujo? La idea de Eisner, por ello, me parece un tanto arbitraria: no logro comprender la motivación de fondo para que tenga una perspectiva de ese tipo, dándole mayor autoridad a un creador que al otro (y repito, no se habla aquí de los elementos en sí mismos -palabra y dibujo-, sino de los compositores de ellos -escritor y dibujante-).

domingo, 7 de febrero de 2010

Lucanamarca

EL 3 de abril de 1983 entre 60 y 80 senderistas arremetieron contra Santiago de Lucanamarca, distrito de la provincia de Huancasancos, y perpetraron la que habría sido la primera matanza masiva del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso. 69 personas, entre hombres, mujeres, niños, ancianos y bebés, murieron en el evento.


Bueno, intenté colgar aquí el video, pero al parecer no se puede. Dejo el link a la página en donde pueden ver el documental completo de 1 hora: http://videos.pucp.edu.pe/videos/ver/7ade8eca397b1fe518133cdf2c0e2f65

sábado, 6 de febrero de 2010

Investigaciones Filosóficas: §§ 46-48


Comienza aquí una serie de parágrafos que son una crítica a ideas atomistas de la realidad y del lenguaje. Para comenzar a exponerlas, Wittgenstein recuerda al Teeteto de Platón, en donde se habla de cosas simples que no se pueden descomponer. Tales cosas son denominadas como los “protoelementos”. Ellos sólo pueden tener una denominación simple en el lenguaje, que no puede ser explicada o definida, ya que eso supondría reconocer una complejidad en la composición del objeto. Más bien, tales “protoelementos” son los objetos simples que componen a los objetos compuestos de la realidad; y las palabras simples que los denominan son las que definen a los conceptos más complejos del lenguaje. Así pues, las cosas simples de la realidad se corresponden con denominaciones simples del lenguaje.

Así mismo, tal noción es identificada por Wittgenstein como aquello a lo que Russell había llamado ‘individuos’, y con lo que en el propio Tractatus habían sido los ‘objetos’.

En realidad, para Wittgenstein la idea de que hay palabras del lenguaje que no pueden ser definidas es correcta, pero no por los motivos platónicos. No es que tales palabras hagan referencia a los elementos más simples de la realidad, es más bien que para tales palabras no sirve de nada una definición, sino más bien una muestra de cómo ellas son empleadas en la práctica. El aprendizaje no es una especie de memorización racional, sino una interiorización afectiva y psíquica: no hace falta explicar o buscar fundamentos, sino mostrar los diversos modos de usos que son posibles. En ese sentido Wittgenstein dirá más tarde: “¡No pienses, sino mira!”

En torno a esta crítica al atomismo, Wittgenstein comienza a preguntarse cómo tendríamos que identificar las partes simples que constituyen a un objeto complejo. Por ejemplo, en el caso de una silla, ¿los objetos simples son los trozos de madera?, ¿o las moléculas, o los átomos? Parece imposible llegar a identificar al último elemento simple: recordemos que Wittgenstein se había declarado incapaz de identificar a los ‘objetos’ del Tractatus.

¿Y qué significa hablar de objetos compuestos? ¿Hay realmente un sentido absoluto en el que se puede identificar lo que es compuesto? Pareciera más bien que es una característica natural de lo compuesto el poder tomar varias formas diferentes (el poder estar ‘compuesto’ de formas diversas). Así, para comprender a qué nos referimos con la palabra ‘compuesto’ tendría que ser necesario fijar cuál es el “uso particular” que le estoy dando al término. Por ejemplo, si se me pregunta ‘¿es ese objeto compuesto?’, yo no podría responder realmente sin que se me explique en qué sentido se está haciendo la pregunta. Una pregunta de ese tipo (sin especificar el sentido), dice Wittgenstein, equivaldría al caso de un niño que, ante la pregunta por si tales verbos están en activo o en pasivo en una oración, se esfuerza por ver si es que el verbo en sí mismo significa algo pasivo o activo. El niño saca al verbo de su contexto, de su oración, y busca en el significado propio de la palabra si es que se da algo pasivo o activo.

No hay tal cosa como la propiedad de ‘lo compuesto’, más allá de nuestros usos concretos del lenguaje: no hay tal cosa como una condición ontológicamente compuesta de las cosas que podamos identificar por sí misma. La palabra tiene que estar, necesariamente, dentro de un juego de lenguaje: “La palabra ‘compuesto’ (y por lo tanto la palabra ‘simple’) es utilizada por nosotros en un sinnúmero de modos diferentes relacionados entre sí de diferentes maneras.” (§ 47)


La confusión que aquí denuncia Wittgenstein es exclusivamente filosófica. La ilusión de encontrar respuestas transparentes y absolutas es una ilusión propia de filósofos; propia de quienes olvidan el uso cotidiano que hacen del lenguaje, y mandan a este de fiesta. ¿Pero acaso usamos así las palabras en nuestros juegos de lenguaje ordinarios? ¿Estamos en búsqueda de lo compuesto y lo simple por sí mismo? “¿No es indiferente lo que digamos? ¡Con tal que evitemos malentendidos en cualquier caso particular!” (§ 48). Este es, por supuesto, el pedido de descender al lenguaje de su uso metafísico a su uso cotidiano.

jueves, 4 de febrero de 2010

Investigaciones Filosóficas: §§ 40-45

Sigue entonces Wittgenstein investigando y reflexionando sobre la relación que habría entre la cosa y su denominación –lo nombrado y el nombre. Así pues, se ha pensado en el siguiente caso: un objeto se destruye, deja de existir: ¿sucede entonces que la palabra que lo nombraba ya no tiene significado? Es obvio que no sucede así; una idea como tal se da producto de una confusión entre el significado de la palabra y aquello que le corresponde a la palabra en el mundo (recuérdese que Wittgenstein no niega que hayan palabras que denominan a objetos del mundo; niega que esas palabras sean el lenguaje completo). Es decir, se piensa que explicar el significado de una palabra se reduce a mostrar un objeto del mundo: ¿y si el objeto ya no está en el mundo, la palabra deja de tener significado?

Para seguir investigando este caso, imaginemos un juego del lenguaje como el planteado en el § 8, en donde la comunicación se da por signos alcanzados de un sujeto ‘A’ a otro sujeto ‘B’, para que este último identifique al signo y responda alcanzándole el objeto correspondiente. Hay un signo ‘N’ para una cierta herramienta; esta se rompe, sin que A lo note. Entonces, A le da a B el signo ‘N’ para que él le alcance la herramienta: ¿cómo reacciona B?, ¿ya no tiene significado ‘N’, y ya no se le puede dar un empleo? Podríamos imaginar sin ningún problema que, al ver el signo ‘N’, B reacciona con un gesto de disgusto o de confusión (como nosotros podríamos reaccionar cuando no comprendemos un texto, por ejemplo). Aquí, ‘N’ ya ha sido incluido en el juego de lenguaje, así la herramienta que el signo denomina ya esté rota: el determinado gesto que se ha hecho responde a una convención, y esta ya le da a ‘N’ un empleo que va más allá de la simple denominación. Así Wittgenstein plantea una prueba más de que el uso de una palabra no depende de una conexión intrínseca entre ella y la cosa a la que hace referencia. El uso dentro de un contexto, dentro de ciertas circunstancias y convenciones, va más allá de la simple denominación.

Ahora bien, todo esto no impide que nosotros podamos imaginar un juego de lenguaje en el que suceda que los sustantivos sólo tengan significados cuando estén en presencia del objeto al que denominan (allí, la palabra ‘Nothung’ no tendría significado a menos que la espada esté presente). Este modo de usar los sustantivos es el modo en que nosotros usamos, en nuestro lenguaje normal -cotidiano- a la palabra ‘esto’ (que, antes se dijo, algunos consideran como el ‘nombre genuino’ de las cosas). Así pues, en un lenguaje como el recientemente imaginado sí se podría reemplazar todos los nombres por el demostrativo ‘esto’ –que aquí sí sería una especie de ‘nombre genuino’. Ello porque “el demostrativo ‘esto’ nunca puede ser carente de portador”.

En nuestro lenguaje natural, sin embargo, ‘esto’ no puede ser considerado como un nombre. La palabra ‘esto’ se usa siempre con un “gesto demostrativo”: un nombre no se emplea necesariamente con un gesto demostrativo. El nombre sólo se explica por medio del gesto.

Así pues, Wittgenstein se sigue esforzando por seguir mostrando, por múltiples y diversos caminos, cómo reducir el lenguaje a la denominación de objetos es una forma de examen demasiado simple y débil, que comete errores, que aunque han sido recurrentes, son demasiado ingenuos y producto de una mirada muy superficial al problema. Errores que nacen de un intento de encontrar una lógica perfecta en nuestro lenguaje: se olvida al lenguaje en su dimensión cotidiana y ordinaria.

lunes, 1 de febrero de 2010

Christian Metz y la 'impresión de realidad' en el cine

Para Metz, el cine, siendo el hecho particular que es, plantea problemas a la “psicología de la percepción y de la intelección, a la estética teórica, a la sociología del público y a la semiología.”[1] Esto, por supuesto, significa considerar al evento cinematográfico en un sentido amplio y a la vez profundo, yendo más allá de cuestiones como que una película sea buena o mala, o que guste o no. Aquí, se busca identificar elementos que sean constantes en la experiencia de ver películas, reflexionando sobre ellas no para juzgarlas, criticarlas o calificarlas, sino para investigar en qué consiste la vivencia particular del espectador que se adentra en la sala de cine.

Teniendo en cuenta tales contornos de estudio, me interesa aquí considerar aquello que Metz llama la ‘impresión de realidad’; aquella que tiene de forma muy especial el espectador cuando presencia un filme. Y es que más que cualquier otro arte, el cine nos produce la sensación de estar asistiendo “a un espectáculo casi real”. Así, cuando estamos en la sala de cine sabemos perfectamente que no estamos contemplando a la realidad en sí misma, que estamos viendo una pantalla plana en la que se proyectan imágenes en movimiento; pero a la vez tenemos la extraña y profunda sensación de que presenciamos una irrealidad absolutamente plagada con características que llegan a ser, en algunos casos, idénticas a las que encontramos en nuestra experiencia cotidiana de la vida real. El cine se dirige hacia nosotros con convicción, como una evidencia clara; se hace tomar en serio. Hay un cierto “aire de realidad” que no tiene que ver con que la película muestre en su trama cosas realistas o no, sino con que la imagen misma del evento cinematográfico se nos presenta con una proximidad radical a partir de la que nos es fácil dejarnos llevar por la experiencia. Hay un “influjo del cine” muy poderoso, que tiene que ver directamente con el hecho de que el cine sea el gran arte de masas que es.

Stanley Cavell apunta sobre el tema cómo el cine, a diferencia de la televisión, crea una realidad completa y autónoma. Cuando presenciamos una película sentimos que presenciamos un universo en sí mismo (aun cuando la película nos muestra fragmentos discontinuos: percibimos que ese universo está completo estando conformado de esa forma fragmentada y discontinua). Así pues, nos introducimos intensamente en lo que pasa en la pantalla de cine. En la televisión, por el contrario, no se nos crea un mundo, sino que se nos muestra explícitamente sólo un trozo de ese mundo. La televisión se acerca a una realidad que ya es existente, que es previa a la experiencia que tenemos frente a la pantalla. La realidad que nos muestra el cine no existe antes de que veamos la película; se crea por entera en frente de nuestros ojos. Ver una imagen de la televisión es ver un pedazo del mundo; ver una imagen del cine es ver un mundo nuevo, completo y autónomo.

Esto influencia fuertemente a la ‘impresión de la realidad’ tan potente y diferente que nos da el cine, en relación con otras manifestaciones artísticas. Piénsese en lo que pasa en el teatro, por ejemplo: estamos siempre convencidos de que no estamos presenciando algo propio de la realidad, sino algo que la representa a ella, o que reflexiona sobre ella. O piénsese en el caso de la fotografía: Roland Barthes considera que al ver una foto nos enfrentamos a un espacio inmediato que presenciamos aquí mismo, pero que temporalmente es anterior. Así, la experiencia de contemplar una foto es una “conjunción ilógica del aquí y el antes”. Por ello, la mirada de la fotografía es puramente ‘espectoral’; contemplamos desde lo exterior hacia un aquí estático ya pasado. Esto se opone a lo que pasa en el cine, en donde el espectador apunta a un “estar-allí viviente”, por lo que es más sencillo identificarse con un evento que nos parece real y que contemplamos desde el interior, siendo parte del movimiento y la temporalidad continuos de la pantalla.

Los dos últimos factores mencionados (movimiento y temporalidad) son primordiales en el examen de la fuertísima ‘impresión de realidad’ que tiene el cine sobre nosotros. En el caso del movimiento, es claro que él le da una especie de corporalidad a los objetos, los “arranca de la superficie plana”, le da relieve a la imagen: y ese relieve le da una vida especial a lo que muestra la obra. Así, el movimiento le aporta realidad al cine y le da corporalidad a los objetos[2]. El tiempo, por otro lado, nos sumerge a una experiencia que se parece mucho más a nuestra vida cotidiana que cualquiera de las experiencias provocadas por otras artes: los objetos de la pantalla se mueven, y se mueven en un transcurso de tiempo, y por lo tanto están constantemente sometidos al cambio y a la transformación. Todas ellas son características propias de nuestro mundo real y cotidiano, y no es imposible no relacionarlas con lo que nos ocurre en la vida concreta. Así pues, el cine inyecta en la irrealidad de la imagen la realidad del movimiento y del tiempo.

Es evidente que esta ‘impresión de realidad’ tan potente que tiene el cine es un factor primordial para la experiencia que tiene el espectador: es sencillo identificarse con lo que ocurre en la pantalla, es sencillo adentrarse en lo que ella nos muestra. Pensemos sino en un ejemplo clásico: se cuenta que cuando los hermanos Lumiere mostraron por primera vez su filme Llegada de un tren a la estación de la Ciotat la gente entró en un pánico terrible, al tener la sensación de que el gran aparato mecánico iba a salir de la pantalla e iba a pasar por encima de todos. Más allá de la veracidad o falsedad de la anécdota, no nos es difícil imaginarnos que una situación así se podría haber dado: no dudamos de la poderosa ‘impresión de realidad’ que tiene el cine. En la pantalla no nos enfrentamos a una simple representación, o a una ilusión de la realidad, por el contrario, tenemos la clara sensación de estarla espectando a ella misma.

Así pues, este es un factor primordial a considerar cuando pensamos en el cine como una alternativa contemporánea para la generación de una nueva forma de reflexión sobre la realidad –filosóficamente, antropológicamente, psicológicamente, sociológicamente, etc., etc., etc. No hay otra manifestación artística con un poder tal en el que la creación de una ficción -que reflexiona intelectual, emocional y espiritualmente sobre nosotros (como lo hace todo arte)- pueda parecerse tanto a la realidad, y por lo tanto tenga una influencia tan fuerte sobre las personas. La capacidad del cine para involucrarnos con diversas perspectivas sobre el mundo es absolutamente novedosa. Hay aquí una dimensión ética muy relevante en la nos podemos acercar al fenómeno del cine. La ‘impresión de realidad’ que resalta Metz no es sólo una característica estética, sino una nueva posibilidad de la experiencia humana que puede ser aprovechada mucho más allá del simple pasatiempo. Ver una imagen en la pantalla de cine nos da la posibilidad de reflexionar sobre el mundo y sobre nosotros mismos de un modo en que nunca antes había sido posible. Pensar cobra aquí un nuevo sentido.


[1] C. Metz, ‘Sobre la impresión de realidad en el cine’, en: Ensayos sobre la significación en el cine.
[2] Es una ley general de la psicología el considerar que la percepción del movimiento es para los seres humanos la percepción de algo real.

viernes, 29 de enero de 2010

Investigaciones Filosóficas: §§ 37-39


Desde aquí Wittgenstein dedica varios parágrafos al problema de la relación entre el nombre de la cosa y la cosa misma. La pregunta explícita que se hace es la siguiente: “¿Cuál es la relación entre el nombre y lo nombrado?” (§ 37)

Lo más básico es empezar por el juego de lenguaje presentado en el § 2, aquel que planteaba un lenguaje exclusivamente ostensivo. Así pues, bajo tales condiciones la respuesta a la pregunta hecha al principio tiene varias opciones: (a) podría suceder que al oír el nombre de algo se nos venga a la mente la figura de lo nombrado; (b) o talvez sucede que el nombre se relaciona con lo nombrado como una etiqueta lo hace con un objeto, cuando este quiere ser diferenciado de otros; (c) o podría ser que el nombre se pronuncia sólo cuando se está señalando al objeto indicado.

Cualquiera de tales posibilidades funciona para un lenguaje ostensivo, en donde sólo se utilizan las palabras como sustantivos. Pero, pasemos a un lenguaje un poco más complejo, el presentado en el § 8, en donde se agregaban palabras como ‘esto’ o ‘allí’. ¿Qué es lo que nombra aquí la palabra ‘esto’? Habría que decir rápidamente que la palabra ‘esto’ no nombra nada, pero hay quienes dicen que ‘esto’ es “el nombre genuino”, siendo todos los demás nombres inexactos y aproximativos. ‘Esto’ se refiere a las cosas de un modo general; es el modo de nombrar más cabal.

Pero pensemos en el uso que le damos a la palabra ‘esto’, ¿es igual al que le damos a los nombres? Decimos por ejemplo: “Esto se llama N”. Pero, ¿decimos acaso algo como: “Esto se llama ‘esto’”? Evidentemente no. Y aquí es claro que usamos al nombre de un modo distinto a como usamos la palabra ‘esto’. Para Wittgenstein, la idea de que ‘esto’ es la forma más genuina (la más fundamental) de nombrar las cosas, surge de “una tendencia a sublimizar la lógica de nuestro lenguaje”. Es decir, se analiza al lenguaje como si fuera poseedor de una lógica perfecta, intrínseca y absoluta, olvidando a las palabras tal y como son usadas en la cotidianeidad. Ocurre, en realidad, que “llamamos ‘nombre’ a muy diferentes cosas”: hay diversos modos en que podemos hacer uso de los nombres, dependiendo siempre del contexto en el que nos encontremos, de las circunstancias que nos condicionen. No hay, pues, algo así una esencia en todas aquellas palabras que consideramos nombres para que las identifiquemos como tales. Más bien, los usos que hacemos de los nombres están “emparentaos entre sí de muchas maneras diferentes”; lo que nos permite identificarlos a todos bajo una misma categoría. (Aquí, por supuesto, ya está insinuada la que parágrafos más adelante será la famosa idea wittgensteniana de los ‘parecidos de familia’.) Lo que Wittgenstein rechaza aquí es una idea clásica de la filosofía, que viene desde Platón, cuando en los diálogos Sócrates exigía a sus interlocutores que no le dieran ejemplos de virtudes o bienes particulares, sino de la Virtud y del Bien en sí mismos. (No hay una razón esencial e intrínseca por la agrupemos a varias cosas bajo la misma categoría –‘nombre’ o ‘virtud’ por ejemplo. Hay, más bien, parecidos múltiples que nosotros simplemente generalizamos en el uso cotidiano del lenguaje.)

Nos confundimos y buscamos una relación esencial entre lo nombrado y el nombre porque creemos que el proceso de nombrar algo es una especie de “proceso oculto”, un proceso interno y extraño de conexión entre el nombre y la esencia de la cosa. Se concibe que “nombrar es algún acto mental notable, casi como un bautismo de un objeto”. Esta es, para Wittgenstein, una típica confusión filosófica. Ocurre aquí que el filósofo, en su búsqueda de verdades trascendentales y por siempre estáticas, se escapa del lenguaje ordinario, se aleja de él mientras busca esencias, escapando, por lo tanto, de aquel lugar en donde realmente las palabras cobrar sentido: la cotidianeidad. Esto es a lo que Wittgenstein se refiere cuando dice que: “los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje hace fiesta [o, se va de fiesta]” (§ 38).

Así pues, el filósofo “se siente en la tentación de hacer una objeción contra lo que ordinariamente [gewöhnlich: usual, común, habitual] se llama ‘nombre’” El filósofo no acepta la inexactitud natural del lenguaje, lo intenta forzar para encontrar en él lo determinado perfectamente: no se acepta el pensar que los nombres pueden ser usados de muchas formas, y se dice cosas como que los nombres designan cosas simples, cosas que ya no se pueden descomponer (este, por supuesto, es un tema complejo: es tratado extensamente por Wittgenstein más adelante) (esto fue dicho en el Tractatus).

Pero piénsese en un ejemplo como el siguiente: se tiene el nombre ‘Nothung’ (la espada de Siegfried): ¿deja de funcionar acaso el nombre si la espada (lo nombrado, la cosa) no existe en la realidad?, ¿o si la espada es destruida completamente? ¿Por qué se considera entonces que un nombre sólo nombra aquello que es una cosa simple en el mundo?

jueves, 28 de enero de 2010

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (5)

Hay un par de características puntuales que Eisner menciona sobre las viñetas y que merecen ser ejemplificadas.

En primer lugar, hay que resaltar cómo la página entera juega el papel de una viñeta en la lectura de un cómic. El ritmo que se logra en la secuencia de la obra también tiene lugar en el paso de las páginas: en el cómic pasar la página no es simplemente acceder a un nuevo espacio en donde se sigue acumulando información, sino que pasar una página se convierte en un evento estético mismo. Y esto porque la nueva imagen o la nueva composición de viñetas encontrada en la página siguiente puede dar lugar a la sorpresa y a la transformación sustancial de lo que se está tratando de contar o mostrar en la obra. El espacio de la página no es en el cómic como en la literatura, en donde el espacio suele servir como simple acumulador de texto; más bien, la página del cómic se parece más a la página de la poesía, en donde importa también en dónde se ha colocado cada palabra: la página no es simple receptáculo de información, es receptáculo de la composición misma de la obra. (Por ejemplo, en las reediciones del cómic no se puede hacer lo que en la literatura, en donde el número de páginas puede variar de versión en versión.) Veamos algunos ejemplos de esto (click para agrandar):

Dos páginas continuas de Mark Milar en Superman Red Son:



En Sin la sombra de las torres Art Spiegelman trabaja cada página como una totalidad autónoma (cada una le tomaba al rededor de un mes para componer):


Otra característica resaltada por Eisner consiste en la posibilidad de utilizar al marco de la viñeta como parte activa de la composición del cómic, y no como un simple delimitador de lo que se quiere mostrar en la imagen. Aquí, la forma que toma el marco de la viñeta entra a ser más que una simple herramienta que sirve como medio para mostrar algo, y pasa a convertirse en un elemento que ayuda en la narración de la obra. Así, la viñeta ya no simplemente ofrece escenarios, sino que participa en la construcción de atmósferas e ideas. Esta es, según Eisner, una “función emocional del marco de la viñeta”. Veamos algunos ejemplos.

Página de Sandman, de Neil Gaiman:


Desenlace de una guerra en Miracleman de Alan Moore. Distingan la deforme viñeta mezclada entre el caos a la izquierda de la imagen.


Macanudo, de Liniers (la forma de la viñeta al servicio del misterio):


Sin embargo, no necesariamente sólo las viñetas con forma inusual marcan la pauta de las atmósferas del cómic. En Watchmen, las viñetas tienen siempre una división de 3 x 3 en la página (tomando algunas veces una viñeta dos o más espacios). Esto, por supuesto, no es casualidad. La forma sistemática en que están compuestas las viñetas da lugar a la densidad de la obra:

lunes, 25 de enero de 2010

Investigaciones Filosóficas: §§ 33-36


Veíamos en los parágrafos anteriores que cuando se aprende una palabra ostensivamente es necesario tener ya ciertas presuposiciones, ciertas bases, “dominar” ya de algún modo un juego de lenguaje. Por ejemplo, si se me señala un lápiz que está sobre una mesa, y se me repite ‘esto es un lápiz’, entonces se esperará que yo comprenda que se me señala al objeto lápiz, y no al objeto mesa, o que no se me señala al color, o al tamaño, o la forma, o incluso en qué consiste el acto de señalar y cómo ese se relaciona con el uso de la palabra ‘esto’, o de ‘es’. Para que uno pueda comprender todas esas cosas tendría que haber una especie de comprensión implícita, cosa que sólo sería posible si es que ya dominamos de cierto modo algún juego de lenguaje. Así pues, la enseñanza ostensiva no sirve verdaderamente como enseñanza del lenguaje: es a lo mucho un preparativo. Comprendemos realmente las definiciones ostensivas cuando ya tenemos un lenguaje adquirido sobre el que posar los usos de las palabras que se utilizan en este tipo de enseñanza.

Ahora bien, sería posible plantear un cuestionamiento de este tipo: no es cierto que se necesite ya un cierto dominio de un juego de lenguaje para que la enseñanza ostensiva sea completamente exitosa; basta con que el aprendiz se de cuenta de a dónde se ha señalado (forma, objeto, color, número, etc.). Es decir, basta que se de cuenta de qué es lo que se ha significado, de a dónde se ha concentrado la atención a la hora de señalar y decir la palabra. Pero, ¿cómo se da cuenta el aprendiz de esto?, ¿y cómo se concentra la atención de diferentes maneras?

Es evidente que se realizan cosas distintas cuando se mira al color de un objeto y cuando se mira su forma. La atención se posa en diferentes cosas; incluso los ojos se dirigen a lugares diferentes. Sin embargo, es importante notar lo siguiente: no existe un modo exclusivo de mirar a un color, o a una forma. Por el contrario, hay múltiples diferentes maneras de hacerlo. Hay innumerables perspectivas desde las que puedo acercarme al color de un objeto: hay diversas circunstancias, diversos condicionamientos que entran en juego. No es lo mismo mirar el rojo de la sangre que el rojo de una pintura clásica. En cada caso se presta atención al color de modos diferentes. Mientras dirigimos nuestra atención a alguna característica de un objeto, o al objeto mismo, pueden ocurrir distintas cosas: no hay una sola forma exclusiva de prestarle atención a cada característica. Así pues, la atención que le prestamos a la cosa en la enseñanza ostensiva no depende tanto de las significaciones internas que hagamos, sino de las circunstancias externas: ellas condicionan en qué sentido nos acercamos, miramos, señalamos y comprendemos al objeto.

Así pues, Wittgenstein rechaza la idea de que dar una explicación se limite a transmitir una significación específica, y de que oír una explicación se limite a interpretar internamente de cierto modo lo que se me dice. Por ello al inicio del § 34 se anuncia que aun cuando el aprendiz de la enseñanza ostensiva pueda ver exactamente qué se señala y pueda sentir lo mismo que siente el maestro, ello no lleva necesariamente a que se entienda perfectamente qué es lo que se quiso enseñar. No se puede pretender que la enseñanza del lenguaje se de únicamente por la coincidencia en maestro y alumno de las “vivencias características” del señalar una cosa. Las circunstancias externas juegan un papel primordial.

No hay, pues, una especie de “acción corporal” universal del señalar, a la que podamos identificar en cada caso. Siempre se da algo diferente, cada vez que se señala el color de algo no se hace algún movimiento físico especial que se refiera al color: más bien, hay un reconocimiento instantáneo de parte de la persona que señala y también de la que le atiende, un reconocimiento propio de quien ya está sumergido profundamente en un juego de lenguaje que puede usar con naturalidad. Wittgenstein califica este reconocimiento como una “actividad espiritual”, lo que no quiere decir que hay una especie de proceso místico en el señalar las cosas que nos permite identificar cuál es la intención de la persona, sino simplemente que hay una identificación que va más allá del simple movimiento corporal, y que tiene que ver con nuestra forma íntima de ser parte del lenguaje. Adquirir un lenguaje es más que adquirir un medio de comunicación, es adquirir un cierto espíritu en el que me relaciono con el mundo. Bien decía Schopenhauer que aprender un idioma nuevo era empaparse de una nueva existencia, de una nueva experiencia; era expandir las posibilidades de tu espíritu.

viernes, 22 de enero de 2010

Contra la ociosidad

Hace muy poco he comenzado una investigación que bien me podría tener ocupado por toda la vida: ella se refiere al conflicto armado interno que sufrió el Perú en las décadas del 80 y el 90, y a las perspectivas que han quedado de él, indagando cómo ellas influencian en la conciencia de nuestra sociedad a niveles particulares y a uno general. Como dije, mi investigación tiene para rato, y yo recién comienzo a plantearme múltiples preguntas y respuestas personales sobre el tema. En realidad, la perspectiva moral que se podría extraer de mis reflexiones no tendría porqué limitarse al evento particular peruano, sino que bien podría significar una reflexión de alcances mucho más amplios. Por ahora, mis investigaciones y reflexiones son, ciertamente, muy parciales y rudimentarias. Me hace falta mucho tramo para generar una perspectiva menos ignorante y más rigurosa. En todo caso, creo que mi intención no carece de seriedad y que es importante comenzar a plantear explícitamente ciertos puntos de vista propios.

Con suerte, estaré próximamente presentando un trabajo preliminar basado en estas investigaciones en un círculo de estudiantes de filosofía, al que utilizaré, sin ningún recato, para plantear y comenzar a discutir mis aun inexpertas y limitadas tesis sobre el tema. A continuación dejo la sumilla que he compuesto sobre el pequeño ensayo que pretendo realizar:

CONTRA LA OCIOSIDAD
En busca de una moral cotidiana más responsable

SUMILLA:

Mi intención central es la de rechazar y criticar una perspectiva habitual que -frente a un evento que supone una evidente transgresión ética- adopta una actitud pasiva y simplista, que (básicamente) se reduce a diferenciar entre una representación de ‘lo bueno’ y otra de ‘lo malo’, obviando la densa complejidad que radica en la situación. Así, lo único que logra este punto de vista es escapar a un acercamiento serio al problema, quedando éste alumbrado de la forma más tenue y pobre, con lo que permanecen desatendidos múltiples aspectos de la situación que sería necesario tomar en cuenta para una comprensión más profunda y sincera de ella.

Un ejemplo evidente se daría en las perspectivas usuales frente al evento de la guerra, en donde los simples y ciegos reclamos por la ‘paz’, y las obvias elecciones por uno de los bandos como el portador de la legitimidad moral y jurídica, responden a una actitud ociosa, poco reflexiva e ingenua. Allí, se pasa por alto a la complejidad que reside en el ser humano, que autores como Platón (sobretodo en sus diálogos tardíos), Aristóteles, Nietzsche, Wittgenstein o Gadamer, se habían preocupado en resaltar (pienso aquí en cosas como la conciencia de la multiplicidad de perspectivas a partir de las que podemos comprender las motivaciones de la psicología humana; o en la diversidad de factores que interfieren en la conformación de la identidad de un sujeto; o en la mixtura de elementos contextuales y circunstanciales que forman la perspectiva del mundo de las personas; o en el conflicto entre nuestras perspectivas teóricas y nuestras decisiones prácticas sobre la realidad que está comúnmente implícito y/o explícito en nosotros -que Aristóteles había identificado como la akrasia, y que autores contemporáneos como Davidson o Amélie Rorty siguen resaltando-; o en la falta de consideración por un bienestar del ser humano que no sea simplemente material o pragmático, sino además espiritual o emocional, en donde el bienestar tiene que ver menos con la elección y posesión de bienes, y más con un estado anímico sujeto a innumerables factores que requieren una consideración que va más allá de lo intelectual; etc.). Así mismo, una actitud como la que aquí se denuncia responde a la pasividad que invade a los sujetos que pertenecen a la sociedad tal y como ella se ha conformado actualmente: estamos lejos de ser participantes activos de los problemas públicos que surgen en nuestra comunidad, los pasamos por alto y dejamos a otros la responsabilidad de discutir sobre ellos, de conocerlos, de atenderlos como algo que conforma la sociedad que somos. Ser ‘participantes activos’ supone aquí un acto básico de autoconciencia y de autoconocimiento necesario en cualquier sociedad que pretenda superarse a sí misma.

Me interesa, en especial, examinar (hasta donde den las limitaciones de mis conocimientos sobre el tema) cómo esta actitud afecta la perspectiva que tenemos en nuestra sociedad acerca de la guerra interna que sufrió el país en las décadas del 80 y el 90 (y que algunos, sin falta de razón, declaran que aun no termina). Y me interesa además (nuevamente, no sin limitaciones) investigar cómo tal actitud simplista e irreflexiva es parte nuclear de quienes fueron los actores principales del conflicto interno sufrido, siendo ella una motivación para la serie de actos inhumanos realizados a lo largo del evento. Esto, por supuesto, revela otro aspecto primordial del problema: tal actitud es la semilla de un dogmatismo dañino y condenable que niega a la conciencia de la pluralidad necesaria en nuestras perspectivas morales, y que busca imponer, con rigidez religiosa, el propio punto de vista.

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(Martín Valdez tiene, en su blog, un post que trata de forma parecida el tema, pero partiendo de un autor sobre el que yo aun me debo declarar muy inexperto: Kant. Pueden chequear ese post aquí.)

miércoles, 13 de enero de 2010

Estudios de cómic: Comentarios a Will Eisner (4)

El arte fragmentado: las viñetas

La viñeta funciona en el cómic como una cápsula, como una envoltura de acontecimientos, de flujos de narración. En cada viñeta se depositan imágenes, pensamientos, ideas, acciones, lugares. Todo se nos presenta segmentado, fraccionado, como complejos aforismos que dicen algo propio cada uno, pero que a la vez dicen algo dependiendo de lo que está antes y de lo que está después. Esta segmentación no se parece a la que ocurre en el cine con los fotogramas que, gracias a su paso veloz, forman la imagen en movimiento que vemos en la pantalla: mientras los fotogramas son el resultado de la tecnología, las viñetas del cómic son parte nuclear del proceso creativo. (A mi juicio, en vez de los fotogramas, más valdría comparar al paso de las viñetas con el fraccionamiento que provoca el montaje en el cine.)

Eisner es conciente de algo muy importante para la consideración de un arte como el cómic: nuestra percepción cotidiana de la vida, de la realidad, no es perfectamente lineal y transparente, más bien, vivimos formándonos una memoria (y por lo tanto una subjetividad) plagada de huecos -de episodios entrecortados-, le prestamos más atención a unas cosas que a otras, reaccionamos de múltiples formas a diferentes eventos, recordamos algunas cosas más que otras, no somos totalmente concientes de lo que estamos haciendo todo el tiempo. Así pues, la fragmentación es un modo natural de relacionarnos con la realidad: ella, más que un hilo largo y continuo, nos parece más a un paso constante de viñetas que vamos relacionando entre sí, dándole un sentido unitario a lo que percibimos, en realidad, como fraccionado. Incluso, la viñeta se parece a la percepción visual que tenemos del mundo, en tanto que esta siempre es limitada, siempre ve partes y nunca el todo: de igual modo, la viñeta capta segmentos, es explícita en mostrarnos sólo un aspecto encapsulado en un marco.

La experiencia del cómic se acerca a la experiencia cotidiana gracias al papel que juega la viñeta: el principal elemento del cómic, el que conforma lo que podríamos llamar la ‘esencia’ de este arte. Para Eisner la secuencia de acontecimientos que es presentada tan particularmente en las viñetas permite que el lector ponga en juego su capacidad para reconocer, no tanto para analizar. Esto significa que el lector se identifica con lo que pasa en el transcurso de la narración y va llenando “los vacíos de la acción”; los vacíos que quedan entre viñeta y viñeta, y que son colmados por el lector “por medio de la propia experiencia”.

A mí me queda la sensación de que el análisis de Eisner funciona perfectamente si es que nos concentramos en aquellos cómics que se dedican a narrar una acción, una secuencia cronológica lineal. Pero es claro que el cómic puede hacer mucho más que eso. El cómic tiene la gran capacidad de posarse en un evento y no narrarlo, sino dedicarse a contemplarlo desde diferentes perspectivas, analizarlo una y otra vez. (Lo que me recuerda a los aforismos wittgenstenianos, que no siguen ninguna línea argumental marcada, sino que muchas veces se posan en un tema y lo examinan una y otra vez, conociéndolo desde diferentes perspectivas y profundizando cada vez más en él.) Piénsese sino en los mangas, o en un cómic como el Miracleman de Alan Moore (y también el de Neil Gaiman). Click para agrandar:

Dos páginas continuas de Hellsing: imágenes que muestran diferentes perspectivas; la cronología de la acción poco importa en el modo en que se generan aquí las emociones

Miracleman, de Alan Moore: otra vez, la acción no es lo importante

Nótese cómo en los ejemplos mostrados lo importante no es contar una historia, sino mostrar algo y reflexionar una y otra vez sobre ello, hacer que en cada viñeta nos podamos acercar a la cuestión con diferentes perspectivas. Esta es una capacidad extraordinaria del cómic, que lo diferencia de todas las otras artes, siendo ellas incapaces de lograr un efecto de este tipo.

Así pues, me parece que la reflexión de Eisner es valiosa para el caso de los cómics que se dedican sólo a narrar una historia (y eso no tiene nada de pobre, se puede conseguir mucha complejidad con este método), pero una vez un que abrimos nuestra mirada hacia la gran cantidad de cómics que no simplemente narran cronológicamente, sino que además muestran sin preocuparse por el paso lineal del tiempo, entonces veremos que el examen de Eisner se queda corto -aunque ciertamente no es incorrecto. (Para aclarar la diferenciación que hago acá entre el narrar y el mostrar, véase la diferencia que se resaltó entre el simple paso del tiempo y el ritmo en el anterior post de esta serie.) Lo mismo podríamos decir de la afirmación de Eisner de que en el cómic el lector le da más lugar al reconocimiento que al análisis: innumerables obras requieren de un fuerte esfuerzo intelectual para comprender la complejidad de lo que se quiere decir en la conjugación entre palabras e imágenes.

lunes, 11 de enero de 2010

Investigaciones Filosóficas: §§ 29-32


Piénsese en el siguiente caso de definición ostensiva: debemos definir lo que es ‘2’. Podría señalar el signo ‘2’ y luego decir: “Este número se llama ‘dos’”. Pero entonces, ya he usado la palabra ‘número’, y si no se sabe qué es el 2, entonces es evidente que tampoco se sabe qué es el número. Hace falta explicar qué es este. Pero para hacerlo, ¿no tendré que explicar también otras palabras relacionadas con el tema? Es evidente que para explicar una palabra debo hacer uso de otras palabras: ¿y cuándo se me comenzó a enseñar las primeras palabras?, ¿cómo se me las enseñó si no sabía aun ninguna otra? ¿Es realmente necesario que a una explicación le siga otra explicación, y a esta otra?

Wittgenstein considera que pensar en una cadena interminable de explicaciones es un absurdo, pero a su vez considera que no hay tal cosa como la ‘explicación última’, aquella en la que se apoyan todas las demás. En el § 1 se había dicho: “Las explicaciones tienen en algún lugar un final.” Y ello significa que no es necesario justificar explícita y racionalmente cada uno de nuestros significados: la comprensión es más vivencial que teórica, sabemos palabras no porque podamos justificar intelectualmente su empleo, sino porque las hemos aprendido a usar en los diversos contextos del lenguaje. Así pues, incluso la definición ostensiva no es en realidad una explicación del significado intrínseco de la palabra, sino que es una explicación de su uso, de su aplicación. Sin este elemento, la palabra simplemente no es comprendida de un modo íntimo.

Ahora bien, según lo dicho hasta aquí, nos damos cuenta de que cuando a alguien se le explica lo que significa una palabra (por medio de otras palabras) aquella persona debe tener ya cierta base de sentidos y significados, por sobre la que la nueva explicación se pose. Piénsese en el caso en que quiero preguntar por el significado de una palabra que no comprendo: para hacer la pregunta debo ya tener cierta base para saber cómo plantear mi duda; si no conozco en absoluto el uso de la palabra, entonces no sabré ni siquiera cómo preguntar. Por ejemplo, esto quiere decir que para aprender lo que significa la palabra ‘Hola’, debo saber también lo que significa el saludar. O incluso, para entender una enseñanza ostensiva debo aprender lo que significa el señalar con el dedo, y debo aprender qué significa que alguien use una expresión del tipo: ‘esto se llama…’.

Esto no significa simplemente que cronológicamente primero se aprenda a saludar y luego a decir ‘Hola’, o que primero se aprenda a señalar y luego a referirse ostensivamente a los objetos. Ciertamente, hay bases que aprendemos primero cronológicamente para que luego otros significados puedan encajar en nuestro juego de lenguaje. Pero hay algo más muy importante que se está diciendo aquí: las palabras no se aprenden por sí solas en sus propios e individuales significados, sino que a la hora de aprender una palabra también adquirimos certezas y modos de actuar relacionados con la palabra: ya se dibuja aquí la noción holista que tiene Wittgenstein del lenguaje, en donde las palabras se justifican recíprocamente con otras palabras y otras convenciones sociales.

Un ejemplo que plantea Wittgenstein es el siguiente: si le enseño a alguien cómo jugar el ajedrez señalándole pieza por pieza e indicando sus movimientos, tal persona debe saber también lo que es una pieza, y lo que es un tablero, e incluso lo que es un juego. Decir una cosa como ‘Este es el rey’, no es enseñar el uso de la pieza o el modo en que realmente se juega; incluso, se podría dar el caso de que le enseño a alguien el uso de la pieza sin siquiera tener que mostrársela. O puede que alguien aprenda solo a jugar el ajedrez, porque ya antes ha estado jugando otros juegos de tablero y ha ido progresando hacia unos cada vez más complicados.

Estas ideas se relacionan con lo que Wittgenstein dice en Sobre la certeza, y suponen una crítica al cartesianismo que pretendía dudar de absolutamente todo lo conocido: ello simplemente no es posible, siempre hay certezas básicas que nos permiten estar en el mundo como seres humanos, certezas que son necesarias para que otros significados y sentidos del lenguaje sean aprendidos.

Así pues, el lenguaje del que nos habló Agustín al inicio del libro, parece suponer que el niño aprende el lenguaje como alguien que llega a un país extranjero: ya teniendo un previo lenguaje con el que explicarse lo que aprende del nuevo. Al niño se le señalaba un objeto y se le explicaba lo que era: pero para entender eso es necesario que se sepa usar las palabras usadas para la explicación. Se pensaba, al parecer, que el niño tiene un lenguaje interno, privado, a partir del que se comprendía lo que se decía con el lenguaje totalmente nuevo que se le quería enseñar. Es claro, sin embargo, que así no es como el niño aprende el lenguaje, sino en la práctica misma, en la acción de las palabras.