martes, 9 de febrero de 2010

Dos definiciones del terrorismo

No es fácil definir lo que es el terrorismo. Es, sin embargo, uno de esos términos con los que nos vemos en la obligación de buscar alguna definición más o menos general, a partir de la cual podamos avanzar tanto en un sentido referido a las reflexiones éticas o morales, como en un sentido ligado a la legalidad del derecho.

Particularmente, me gustan las definiciones que hace el filósofo francés André Glucksmann. Y lo digo en plural porque él -en su libro Occidente contra occidente- diferencia al menos dos formas de comprender lo que es un acto terrorista. Por un lado, hace una definición democrática del terrorismo; mientras que por otro, hace una definición autócrata:

Definición democrática: terrorismo es la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra seres que están desarmados e indefensos. Aquí, el terrorismo es enemigo público del público; es la población civil inocente la que es comprendida como el blanco principal del terror.

Definición autócrata: terrorismo es la acción del hombre armado que arremete deliberadamente contra un Estado. Aquí, el terrorismo es enemigo público de una organización de poder legal, sea la que sea, y haga lo que haga. A quien hay que defender es a la gran organización.

Las definiciones de Glucksmann me parecen pertinentes porque permiten diferenciar dos formas diferentes de responder al terrorismo: una que se preocupa explícitamente por el bienestar y la paz de cada uno de los sujetos inocentes que se encuentran en medio de una guerra no decidida por ellos; y otra que se preocupa explícitamente por el orden del Estado mayor al que se está defendiendo, en donde lo que importa en el fondo no es cada individuo, sino la totalidad de la organización.

El caso peruano

En el inicio de la lucha armada interna que se vivió en el Perú, se tuvo, claramente, una noción autócrata del terrorismo. Esto no se da por una decisión explícita de la estrategia, sino precisamente por la carencia de una estrategia. La ausencia de un análisis más profundo de la situación dio lugar a que la lucha antiterrorista se plasmara en una lucha por la simple destrucción del mal que estaba afectando al país. Se estuvo lejos de que se diera una lucha democrática, que se preocupe a fondo por los sujetos particulares inocentes que estuvieron entrometidos en el conflicto.

Un ejemplo paradigmático sería el siguiente: al inicio del conflicto, antes de que se le encargue la lucha a las Fuerzas Armadas, se declaró en estado de emergencia a todo el departamento de Ayacucho, enviándose un fuerte número de policías a la zona. Entre ellos, se envió a 40 miembros de la unidad especializada los sinchis. Esta unidad tenía una formación en lucha contrasubversiva, lo que los capacitaba para exterminar a su enemigo, pero no para proteger a una población y sus derechos (lo que exige la noción democrática de la lucha antiterrorista). Los sinchis cometieron múltiples actos de violación de derechos humanos[1], generando rápidamente miedo y desconfianza en la población. Es claro que aquí no hubo una preocupación por los bienestares particulares de los sujetos sometidos al conflicto armado, sino que se tomó a cada uno de ellos como simples medios a usar para la consecución de un objetivo más alto: el orden general del Estado. (A esto es a lo que Salomón Lerner llama: el triunfo de “la razón estratégica”: “una disposición manifiesta a administrar la muerte y aun la crueldad más extrema como herramienta para la consecución de sus objetivos”[2]).

Así pues, vistos en el marco de una definición autócrata del terrorismo, estos abusos contra la población civil parecen cobrar una importancia menor si es que el objetivo general se cumple. Y se da lugar a una excusa clásica y obvia: ‘tales abusos son excesos inevitables en la guerra, son cuotas que hay que pagar si es que se quiere lograr el objetivo en una perspectiva más amplia.’ Esto promueve, además, una diferenciación básica, simplista y ociosa, entre dos bandos: uno representante del ‘bien’ (defensores del Estado), y otro representante del ‘mal’ (enemigos del Estado). Las particularidades y la complejidad de cada caso son pasadas por alto.

Pero, vistos en el marco de una definición democrática del terrorismo, tales abusos contra la población civil dejan de ser simples excesos, y se convierten en sí mismos en actos de terrorismo. Ya no hay lugar a una diferenciación simplista entre un bando intrínsicamente terrorista y un bando intrínsecamente antiterrorista. Ahora descendemos nuestras categorizaciones de lo general abstracto, para aplicarlas a lo particular concreto, allí en donde el terror y la paz se viven realmente. Una lucha democrática contra el terrorismo supone la consigna primordial de la defensa de la humanidad de cada uno de los sujetos, quienes se convierten en fines en sí mismos y dejan de ser instrumentalizados para un objetivo más general. Así, un militar arremetiendo violentamente contra población civil inocente e indefensa está (y hay que decirlo con estos términos) al mismo nivel que el guerrillero que ataca a los sujetos en pos de sus objetivos político-militares. El terrorismo ya no es una categoría abstracta. Terrorista es quien martiriza a la población civil, quien la obliga a doblegarse, lleve el uniforme que lleve.


[1] Llegando a haber algunos tan terribles como el que narra una mujer que a los 14 años fue sacada a la fuerza de su casa y metida a un auto, en donde fue violada por siete sinchis encapuchados. Luego de ello, la llevaron a un helicóptero y la balancearon por el aire, colgada de los pies, para que confesara su supuesta participación en el asalto a un puesto policial.
[2] En el ‘Prefacio’ a la primera edición de la versión abreviada del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú, Hatun Willakuy.

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