viernes, 21 de agosto de 2009

Virtudes aristotélicas

Alasdair MacIntyre[1] afirma, con razón, que para comprender la ética aristotélica es necesario ser concientes de la convicción teleológica que la subyace. Es en este mismo sentido que Gómez Robledo dice que Aristóteles hace “encarnar resueltamente la Idea platónica en el mundo del devenir y la contingencia”[2]. Lo que esto significa es que resulta un gran mérito de Aristóteles el no haber hecho a un lado la convicción teleológica clásica griega que entiende al ser humano dentro de un orden más grande que él, uno que trasciende su naturaleza, y aun así haber sabido darle lugar a una nueva preocupación por la vida concreta y cotidiana del ser humano. El sujeto humano que describe Aristóteles es uno que está siempre sumergido en la multiplicidad cambiante de la circunstancias, uno que no se mueve en la realidad de acuerdo a sistemas predeterminados que siempre funcionan del mismo modo, sino que está en constante interacción con los cambios de las condiciones de vida. No es entonces casualidad que Aristóteles considere -en el libro I de la Ética a Nicómaco- que la felicidad perfecta no es posible (esto también está al final del mismo libro), sino que, aquello a lo que puede aspirar el ser humano es a una felicidad siempre sometida a los azares de la vida. El sujeto feliz en Aristóteles no es uno que haya dejado atrás las preocupaciones y los problemas, por el contrario, sigue sometido a ellos y es más conciente que nunca de ellos. Sin embargo, ahora está en la capacidad de llevar de la mejor manera posible estos momentos de desdicha, entregándose siempre a la calma y a la reflexión, nunca dejándose caer en la angustia. (Esto, por supuesto, puede ser objetado si es que pensamos en la noción que se encuentra al final de la E.N., en donde el hombre teorético parecería estar en la capacidad de alcanzar una felicidad más perfecta y por lo tanto más desligada de lo cotidiano. Procuraré tratar esta posible contradicción que se manifiesta en Aristóteles en un próximo post.)

Ahora bien, el fin supremo del ser humano es la eudaimonía -traducida usualmente por felicidad- y para llegar a ella es necesario que el ser humano se forme en las virtudes, a partir de las que podrá alcanzar su telos natural. Sin embargo, como bien lo apunta MacIntyre, aquí no habría que pensar en las virtudes como simples medios para alcanzar la eudaimonía. Es decir, la vida virtuosa no es simplemente una preparación para la posterior vida feliz, sino que es condición necesaria, no sólo para alcanzarla, sino también para permanecer en ella. Aquí, MacIntyre entiende a la virtud aristotélica como una disposición que permite acceder inmediatamente a la capacidad para elegir por la vida buena. La felicidad requiere entonces que el sujeto esté educado en la virtud, pues aunque exista alguien que tenga por naturaleza una disposición moral a hacer buenos actos, él deberá entrenarse en la virtud, de lo contrario correrá el riesgo constante de verse dominado por sus pasiones. Guariglia[3] coincide con esto cuando dice que el virtuoso es aquel que puede elegir, en donde normalmente hay mando de las emociones.

Todas estas nociones revelan la importancia que Aristóteles proyecta en la educación. Es a partir de ella que se puede formar el hombre virtuoso y por lo tanto el hombre feliz. La ética aristotélica, toda ella considerada como una ética de la eudaimonía, se apoya sobre la necesidad de la correcta educación del ser humano. Y a mi juicio, aquí MacIntyre hace una excelente interpretación de cómo Aristóteles concibe el papel de la educación. Para él, cuando Aristóteles habla del hombre virtuoso no se está hablando de un hombre que puede dominar o reprimir a las pasiones; el virtuoso, más bien, sería aquel que ha educado sus emociones de modo que ellas mismas hayan cambiado, no siendo necesario que se las reprima. La educación, según MacIntyre, no sería simplemente un modo de adecuar al sujeto para que aprenda a actuar diferente, sino que sería un modo de procurar que el sujeto comience a sentir diferente, en donde el sentimiento se guíe -de forma natural- de acuerdo a una vida moralmente buena (y por lo tanto a una vida feliz). Aquí no se está limitando a las pasiones, más bien se las está reconfigurando, se las está moldeando, para que ellas formen un hábito correspondiente a la vida buena. Esto rechazaría interpretaciones como la de Guariglia, quien diría más bien que la virtud como educación de las emociones equivale a formar la capacidad de dominar a las pasiones desde la razón, siendo posible entonces “refrenar nuestros deseos y temores, nuestras emociones y sensaciones internas, a fin de adecuar nuestra conducta.”

Estas aclaraciones son importantes para comprender cómo la “educación moral” -que en Aristóteles es dividida en: enseñanza para la virtud intelectual y hábito para la virtud ética- es entendida por MacIntyre como una educación que no se separa en dos, sino que supone una total unidad y coherencia entre lo intelectual y lo ético. Así pues, las virtudes intelectuales y las virtudes éticas (o ‘de carácter’ como las llama MacIntyre) no pueden ser pensadas como dos modos independientes y autónomos de virtud. Hay una íntima relación entre lo intelectual y lo ético, en donde un aspecto no se puede alcanzar en toda su dimensión sin la ayuda del otro. Esto es expuesto por Aristóteles al final del libro VI de la E.N., en donde se hace énfasis en que las virtudes no se dan independientemente una de la otra, sino que es imposible que una persona posea realmente una de las virtudes, y que sin embargo no posea todas las demás. MacIntyre se apoya en esta noción para resaltar el hecho de que en Aristóteles la vida moralmente buena y la vida inteligente van de la mano. Richard Sorabji[4] explica esta concepción holista de la posesión de las virtudes del siguiente modo: “el valor no consiste en encarar cualquier peligro por cualquier razón, sino en encarar el peligro correcto por la razón correcta. Y aquí lo que es correcto depende en parte de lo que tengan que decir otras virtudes, como la justicia”.

Pero, ¿es realmente posible esta vida completamente virtuosa, en donde el justo es también valiente, inteligente, moderado, etc.? ¿Es posible pensar en un ser humano de capacidades tales, de modo que prácticamente haya llegado a tener una vida perfectamente buena? ¿No se está aquí idealizando demasiado? ¿Y no significaría tal perfecta bondad también una perfecta felicidad (cuando esa posibilidad fue negada desde el inicio)? Bueno, aquí ciertamente Aristóteles pareciera excederse, pero creo que para comprender este exceso tendríamos que volver a donde comenzamos: hay una clara concepción teleológica de la que Aristóteles no escapa. Esta unidad última a la que apuntan todas las virtudes es algo que sólo parece ser posible postular en un sentido teleológico, como dice Gómez Robledo. Un sentido que MacIntyre encuentra en Aristóteles como “una de las pocas partes de su filosofía moral que hereda directamente de Platón”, siendo ambos opositores rotundos al conflicto y a la negación dentro de la concepción del hombre bueno.

[1] En: Tras la virtud.
[2] En: Ensayo sobre las virtudes intelectuales.
[3] En: La ética en Aristóteles o la moral de la virtud.
[4] En: Aristotle on the Role of Intellect in Virtud; en Amélie Rorty, Essays on Aristotle's Ethics.

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